Quito. 31.07.94. (Editorial) Mucho me hubiera gustado que se
preguntara al pueblo si debe proseguirse con este oscuro y
corrupto sistema de "venta" de los mejores y más rentables
negocios del Estado en favor de dos o tres grandes grupos de
privilegio económico, a precios escandalosamente bajos, o si
deben gastarse más de 600 millones de dólares en un nuevo
oleoducto que no tendrá nada que transportar, o si debe seguirse
adelante con el sistema de "privatización" patentado por este
Gobierno, que consiste en emprender primero una sistemática tarea
de desprestigio de la empresa cuya venta se persigue, luego
conducirla a la quiebra y al descalabro económico y después,
cuando está desprestigiada y en bancarrota, "venderla" a precios
irrisorios a los amigos del régimen. Esto es lo que debería
preguntarse al pueblo y no los asuntos de importancia subalterna
que se han planteado.

Fruto de mis observaciones y experiencias en el ejercicio del
poder, mi opinión sobre la reforma constitucional es que aún
cuando no se puede culpar de todos los males del país a la
Constitución, puesto que hay también deficiencias y limitaciones
de orden personal en quienes la manejan, es justo reconocer que
ella adolece de vacíos, contradicciones y ambigüedades que deben
ser corregidos. Uno de los grandes infantilismos de nuestra vida
política es echar toda la responsabilidad de los fracasos a las
leyes. Ellas marcan un camino pero quienes tienen que transitarlo
-y deben hacerlo con inteligencia, honestidad y patriotismo- son
los seres humanos situados en el Gobierno o en el Estado llano.
De ellos depende, en gran medida, el éxito de la operación
gubernativa. Al respecto es oportuno recordar la advertencia que
hacía el profesor de la Universidad de Barcelona, Jimenez de
Parga, de que no siempre el régimen político de un pueblo,
entendido como la solución fáctica que él da a los problemas de
su convivencia, coincide con la organización descrita en las
leyes fundamentales. El Derecho, si bien es un principio
configurador de lo político, no es todo. Hay un amplio espacio en
la vida social para la conducta humana y para la acción de las
fuerzas políticas y económicas. Las mejores leyes fracasarán si
no hay un cambio idiosincrásico en dirección de la solidaridad,
de la honestidad, del esfuerzo personal, de la responsabilidad,
de la capacitación, de la disciplina en la comunidad ecuatoriana.
El nuestro es un país en donde todo el mundo hace lo que quiere.
Cada vez se pierde más la noción del deber jurídico. No se
respeta ni la norma constitucional ni el semáforo de la esquina.
Hay gente altamente situada en el escalafón económico que supone
que la ley está hecha para su uso particular. Y, en general,
todos estiran o encogen las leyes, como una melcocha, para
adecuarlas a sus intereses personales.

No obstante sus ampulosos excesos retóricos y ciertas fallas
conceptuales, como aquella de definir al Ecuador como "un Estado
soberano e independiente", como si hubiera Estados sin soberanía,
o la de expresar que su Gobierno es republicano, electivo,
representativo, responsable y alternativo, como si puediera
existir una forma republicana de Gobierno sin estos atributos, la
parte dogmática de la Constitución, es decir, aquella en que se
declaran los derechos y garantías de las personas frente al
Estado, no es mala, en términos generales. Lo que ocurre es que
no se cumple. Se marca una enorme distancia entre lo que proclama
la letra constitucional y lo que realmente acontece de tejas para
abajo. Luego, en este punto, la carencia no es de orden normativo
sino de conducta humana.

Sin embargo, me parece que debe acogerse la petición de varios
sectores de opinión política, especialmente indígenas, de que en
el preámbulo de la Constitución se defina al Estado ecuatoriano
como una comunidad pluricultural y multiétnica. Esta es una
verdad sociológica y antropológica. Los grupos indígenas
estuvieron aquí antes de que sobre estos territorios se
organizara el Estado.

Soy de la opinión de que deben incorporarse al texto
constitucional los llamados "nuevos derechos" o "derechos de la
tercera generación", que están en proceso de formación en el
mundo. Son el derecho a la paz, al desarrollo sustentable, al
medio ambiente sano, a la planificación familiar y a la
injerencia humanitaria de la comunidad internacional.

Desde mi punto de vista, es indispensable introducir preceptos
que protejan a los bienes del Estado, en las áreas estratégicas
de la economía, en la energética y en la de los servicios
públicos, de los apetitos privatizadores de ciertos "patriotas".
Estoy de acuerdo en que el Estado no debe asumir actividades que
no le competen. Pero es de interés público que él maneje
determinadas áreas que, en manos privadas, significarían dos
cosas: una, que al multiplicarse las tarifas, se marginaría a
enormes sectores de bajos ingresos de los servicios públicos
básicos; y dos, que quienes gestionan empresarialmente ciertos
negocios -como el del petróleo, la electricidad, la telefonía-
tendrían más poder que el Gobierno, como acabamos de ver con una
empresa de cemento que suspendió su producción y con ello
paralizó económicamente a una buena parte del país, sin que el
Gobierno haya podido hacer nada. No me importan en este momento
las causas para que esto haya ocurrido. Es irrelevante que haya
tenido la razón el Alcalde de Guayaquil a los empresarios. Es el
hecho mismo de que, por cualquier motivo, una empresa privada nos
pueda dejar sin combustibles, electricidad, comunicaciones
telefónicas o cualquier otro servicio fundamental hasta que el
Gobierno acceda a sus requerimientos.

No estoy con el Estado megalómano que, en su delirio de grandeza,
abarca la gestión de todas las áreas productivas. Ese Estado ha
fracasado estruendosamente. Pero tampoco estoy con el Estado
desertor, que huye del escenario económico y abandona sus
principales responsabilidades.

Me preocupa mucho la parte orgánica de la Constitución, algunas
de cuyas normas han producido justificados conflictos de
interpretación que han puesto en riesgo la paz pública y la
estabilidad política. Pienso que aquí deben introducirse reformas
que se adecúen mejor a los siete pecados capitales de los
políticos ecuatorianos y al egoísmo limitado de los grupos de
presión económica.

En los tiempos que corremos, no debe perderse de vista la
cuestión de la gobernabilidad del Estado, entendida como la
razonable capacidad de mando, de conducción política y de
disciplina democrática que debe alcanzar una sociedad.

Hay que superar el arraigado prejuicio de que mientras más se
recortan las facultades del presidente más "progresista" es quien
lo hace. La masificación de la sociedad, el estado de ánimo de la
gente por sus enormes problemas, la voracidad de los grupos de
presión, la crisis económica, la corrupción, la violencia y la
indisciplina son otros tantos problemas que afectan la
gobernación del Estado. Ellos demandan el fortalecimiento del
poder presidencial. Actualmente las pocas atribuciones del
presidente han sido erosionadas por la incompetencia, la
indecisión y la flojera de quien ostenta ese cargo. No creo en
los poderes autoritarios pero sí en las elementales facultades
democráticas para manejar una situación tan efervescente e
inestable como la que tiene nuestro país. (5A)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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