Guayaquil. 16.01.94. Hace algunos meses se comenzó a discutir
en el seno del Congreso Nacional, la idea de introducir
cambios sustanciales en su funcionamiento y estructura. Había
llegado el momento, al parecer, de reformar la institución que
es probablemente el eje del sistema político de éste y de
cualquier otro país. Los vientos de modernización que soplan y
soplan por América Latina y el resto del mundo, desde hace
casi una década, no conocen límites. Son vientos que buscan
una transformación profunda de todas las áreas de la sociedad,
que hasta ayer parecían intocables. Desde la organización
empresarial y el manejo socioeconómico, hasta la
administración de la educación y de los sistemas de
información, vienen siendo objeto de cambios radicales, que
apuntan hacia la construcción de conglomerados más humanos,
dinámicos e interconectados.

Las instituciones políticas no han podido quedarse al margen
de estas transformaciones. Es más, la reciente experiencia
histórica parece confirmar que los cambios operados en los
patios interiores de estas estructuras, han sido determinantes
para dar vitalidad y estabilidad a los procesos de
modernización de estas sociedades en su conjunto. Nada
clarifica mejor esta necesaria sintonización entre política y
modernización, que los problemas que hoy atraviesa México. La
explosión de violencia que estaría por estallar en ese país,
es el precio que hoy debe pagar toda la sociedad mexicana, por
la renuencia y lentitud de su clase dirigente en introducir
con oportunidad cambios radicales en su sistema político.

Lamentablemente, la mayoría de los políticos ecuatorianos nada
de esto alcanzan o quieren entender. Así como por años, en la
conducción de la economía, se nos regaló a los ecuatorianos lo
peor del capitalismo y del socialismo, esto es, altas tasas de
inflación y decrecimiento económico, ahora se persiste en una
empresa similar. Resistirse a cualquier intento de modernizar
el vetusto sistema económico que nos impuso una dictadura hace
más de veinte años, y oponerse a cualquier transformación
fundamental que quiera introducirse en el sistema político.

Así, a la oposición a la privatización de los servicios
públicos, a la descentralización administrativa, a la apertura
de nuestra economía, a la disciplina fiscal, a la
despartidización de la educación pública y a la independencia
del sistema judicial, parece que hay que agregar ahora la
oposición a la modernización de las instituciones políticas en
la lista de los "no", que vienen dando determinados sectores
políticos a los desafíos que nuestro país debe enfrentar y
superar al filo de concluir el siglo XX.

Explicación injustificable

Es comprensible el temor que provoca en nuestros dirigentes
cualquier intento de modernizar el sistema político nacional.
Un régimen que da a sus miembros el monopolio de decidir quién
puede y quién no puede ocupar las principales funciones del
poder que, en el caso de los diputados, les permite designar,
de entre los representantes del pueblo, a los que van a
legislar durante todo el año y los que lo harán sólo por unas
pocas semanas; que, por sus reglas electorales, hace imposible
que los ciudadanos puedan exigir a quienes eligen alguna
responsabilidad por sus actos u omisiones; un sistema que, en
definitiva, da más privilegios que obligaciones, no va a ser
cambiado fácilmente por quienes con sus beneficiarios.

El fenómeno después de todo, ha sido estudiado y verificado
durante varios años por la ciencia política. Desde los
clásicos estudios de Robert Michels y Gaetano Mosca sobre las
tendencias oligárquicas de los partidos, hasta los análisis
más recientes de Samuel Huntíngton y Douglas North sobre las
condiciones institucionales del desarrollo económico, hay una
larga tradición que se ha encargado de explicar el origen,
naturaleza y evolución de este fenómeno.

Pero si bien puede ser comprensible la resistencia de nuestra
clase dirigente a cambiar el sistema en que ella vive, no
existe justificación moral o histórica para dicha actitud.
Pues, tal como lo advierten los politólogos y lo confirman los
procesos históricos de América Latina, las consecuencias del
inmovilismo, del temor y de la falta de decisión en los
líderes para reformar las instituciones sociales, han sido
funestas para la sociedad. Este es, en esencia, un problema
político que demanda de decisiones que no pueden postergarse
para siempre. Cualquier intento de modernización política debe
atacar varios frentes. Así, se debe buscar que el sistema
político se integre lo más posible; que la sociedad civil, en
general, vigorice su posición frente al Estado, especialmente,
frente a aquellas autoridades que son elegidas por los
ciudadanos; que exista transparencia en la conducción de los
asuntos públicos y las condiciones necesarias para una mayor y
más amplia comunicación entre la sociedad y la política, y
entre ésta la economía; que haga viable una clase dirigente lo
suficientemente autónoma de los intereses de los distintos
grupos particulares, como para liderar el desarrollo de todos
los sectores, pero lo suficientemente responsable para rendir
cuentas de sus actos y omisiones a sus electores.

Elementos necesarios

¿Qué elementos podrían contribuir a que el Ecuador se acerque
a este paradigma?. Se debe comenzar, por ejemplo, por reformar
desde su base el sistema electoral. A nadie se le escapa que
la formación de la voluntad política de cualquier nación,
viene singularmente afectada por las reglas del proceso
electoral que allí impere. En el Ecuador el régimen electoral
ha sido diseñado de tal manera que fomenta la
irresponsabilidad de los diputados frente al electorado. No
obstante que el país no tiene un sistema federal, los
diputados sean elegidos por un número relativamente reducido y
geográficamente identificable de ciudadanos (distritos
electorales, preferiblemente por votación de mayoría absoluta
ya sea que se adopte la modalidad uninominal o binominal.

Debería eliminarse, además, el monopolio de que sólo los
partidos políticos puedan proponer candidatos a cualquier
cargo de elección popular, y permitir que también lo hagan
quienes no son afiliados, siempre que un número mínimo de los
ciudadanos del distrito respectivo así lo pidan. Se debe
obligar tanto a los partidos como a los no afiliados a que
declaren públicamente el origen, el monto y destino de sus
fondos. Se deben tipificar las causales por las que un
diputado pierde su cargo (no asistir a un mínimo de sesiones
podría ser una de ellas, tal como lo preveen muchas
constituciones), y se debe conceder a los ciudadanos el
derecho a revocar el mandato que ellos han dado a sus
diputados, cuando éstos no han cumplido a cabalidad sus
tareas. Todos los diputados, sin excepciones, deberían gozar
del derecho a votar durante todo el periodo a que fueron
elegidos en la aprobación de leyes, tratados o en la
fiscalización al Ejecutivo, y no como sucede en la actualidad,
este derecho sólo lo gozan la tercera parte de los diputados
elegidos.

Proyectos y respuestas

Muy poco de esto aparece en el proyecto que se está
discutiendo en el Congreso en estos días. Algunos de estos
puntos fueron propuestos por el diputado Fernando Larrea, pero
como se sabe, sus planteamientos quedaron sepultados por la
tenaz oposición que ellos provocaron, en particular, porque se
incluía las malas palabras de la política nacional:
"reelección presidencial".

Las reformas que se han propuesto, si bien mejoran en algo el
proceso legislativo, no es menos cierto que sólo abordan
marginalmente algunos de los serios problemas que sufre
nuestro sistema político. Se hacen cambios importantes, es
verdad, pero no de la trascendencia que exigen las
circunstancias y, en especial, el retraso que llevan nuestras
instituciones políticas frente a las frustraciones y angustias
de una sociedad, que cada vez se siente menos conectada con el
resto del sistema político.

Por ello, es que no deja de llamar la atención que, no
obstante lo marginal de las reformas, ellas hayan despertado
tanto temor. La reacción ha llegado a un punto de la
violencia, cuando el día jueves pasado, para evitar que el
proyecto sea sometido a discusión y votación se clausuró la
sesión del Congreso a los tres minutos de la hora de
convocatoria, por falta de quórum...

Tal parece que la oposición al proyecto radica,
fundamentalmente, en una suerte de recelo que produce en
algunos el hecho de que las provincias de la costa aumenten en
algo el número de diputados, y se logre así un equilibrio con
el resto de regiones de menor población, que hoy tienen,
paradójicamente, un mayor número de diputados. Como se sabe,
el Ecuador es probablemente uno de los pocos países que quedan
en el mundo, donde el voto no es igual para todos. Existen
electores que tienen un voto que vale más que el de otros. El
fenómeno se produce porque la "base electoral" de los
diputados no es uniforme en todo el país. El sistema está
diseñado de tal forma que una área geográfica con más
habitantes puede tener, y de hecho tiene, menos diputados que
otra área que tiene menos población; por lo que es más fácil
para un político ganar una elección en una zona que en otra,
dándose, además, el caso de que unos ciudadanos tengan más
representantes que otros.

Es decir, en el Ecuador recién ahora, en 1994 estaría dando
los primeros pasos para concretar en la práctica el más
antiguo y elemental principio de la democracia política: la
igualdad de los ciudadanos. Aunque seguimos creyendo que lo
apropiado es llegar al incremento de diputados por las vías de
las elecciones distritales y no por el incremento de los
diputados llamados "provinciales", no puede uno menos que
preguntarse: si tanta alarma ha causado un tímido, pero
necesario paso, en el fortalecimiento de la igualdad política,
cuán lejos estamos en el Ecuador de consolidad como el de la
igualdad de oportunidades o la protección de los derechos
civiles.

Razones

A nadie se le ha escapado qué es lo que está por debajo de
este asunto del número de diputados. La preocupación de
algunos líderes es que como este incremento se va a producir
principalmente en las provincias de la costa, esto significa
que ello va a beneficiar a una candidatura en desmedro de
otras. Situación que se ve agravada por el hecho de que estos
partidos han puesto poco empeño en desarrollar sus actividades
en estas provincias, cosa que, al parecer, no va a cambiar en
el futuro, porque de lo contrario, no verían en esta
ampliación de la representación una amenaza sino una
oportunidad. En otras palabras, y es lamentable decirlo, son
intereses de corto plazo y preocupaciones electorales
inmediatas las que han llevado a oponerse y cuestionar la
bondad de uno de los pocos cambios que aborda una de las
tantas tareas de nuestro sistema político.

Esto parecería llevarnos a la trágica conclusión de que la
clase dirigente ecuatoriana no podrá liderar cambios profundos
en el sistema político nacional, y que los ecuatorianos
estamos condenados a esperar respuestas muy tímidas, o ninguna
respuesta a los graves problemas que atraviesa una sociedad
que está cada vez más alienada, débil y atrasada.

El asunto no deja de tener su sabor de ironía, cuando son los
sectores identificados con el llamado progresismo político,
los que más oposición vienen dando a cualquier intento de
modernizar la economía, primero , y ahora, de abrir y
democratizar el sistema político. Es difícil preguntarse
porqué esta mismas fuerzas no aprovecharon la oportunidad que
tuvieron en el periodo del gobierno anterior, (liderado por un
profesor de derecho constitucional), en que dominaron con una
holgura nunca vista todos los espacios del poder político,
para iniciar, o al menos sugerir, cambios en la profundidad
que reclama la crisis de la sociedad ecuatoriana. ¿O es que
las cosas estaban de maravilla entonces?.

Argumentos

Establecidas las razones para la oposición a las reformas,
veamos ahora los argumentos para justificar dicha oposición.

Contrario a lo que se dice, no es acertado aquello de que
tenemos exceso de diputados. Pensar que los diez millones de
ecuatorianos están suficientemente representados por 77
personas es un grave error. La información que suministra la
"Inert-Parlamentary Union" (Parliaments of the World. A
Comparative Reference Compendium. 2d. edición, Vol.I, pág. 18)
indica que, en un muestreo de 83 legislaturas, el promedio de
representantes en países con una población que va de 1 a 10
millones de habitantes es de 162. De aprobarse la reforma que
propone la Comisión de Asuntos Constitucionales, el número de
diputados no llegaría ni a 120, es decir, el país estaría aún
muy por debajo del referido promedio.

Se dirá enseguida que el Ecuador es un caso aparte y que
ninguna comparación con ningún país del mundo es válida o
aplicable. Una canción que siempre se escucha cuando se
propone algún cambio. Es parte de nuestra cultura, del atraso
y de ese miedo al progreso que tanto lleva arraigada nuestra
dirigencia. Pero lo cierto es que hay un hecho innegable, y es
que cuantitativamente el país tiene un agudo déficit de
representación . Y esto lo conocen bien, o lo deberían
conocer, aquellos diputados internacionales de naturaleza
parlamentaria.

¿En qué medida influirá este incremento de diputados en la
calidad de los diputados?. Esto dependerá de los propios
partidos, de sus prácticas internas, de la conducción de sus
políticas, de sus procesos de selección, de sus prioridades,
etc. Lo que no hay derecho es que los ecuatorianos paguemos
con un democracia torcida los errores o condóminos de los
partidos políticos.

Otro argumento es que, si hoy el Estado malgasta sus recursos
financieros en mantener a la Función Legislativa, más los va a
desperdiciar cuando el número de diputados aumente. Si
seguimos el hilo de esta idea, tendríamos necesariamente que
convenir en que lo mejor que podríamos hacer es cerrar del
todo al Congreso, nombrar a una Comisión de diez o quince
notables juristas y encargarles a ellos la soberanía popular.
Con esto nos ahorraríamos inclusive el gasto de los sinsabores
que provocan las elecciones. No se dice, lamentablemente, que
desde el punto de vista financiero los gastos que provoca la
Función Legislativa tienen un impacto mínimo en el Presupuesto
General del Estado. Y que, por el contrario, los gobiernos y
los propios legisladores deben hacer un esfuerzo serio por
invertir más recursos en el mejoramiento de las instalaciones,
equipos y personas de la Función Legislativa.

El que el aumento del número de diputados no conviene porque
ello significará ampliar el edificio del Palacio Legislativo,
que es otro de los argumento, equivaldría a sostener que no
conviene democratizar la educación porque ello significará
construir más escuelas o ampliar las existentes. Si este punto
de vista hubiese imperado durante toda nuestra vida
republicana, entonces actualmente el número de diputados
debería seguir siendo el mismo que aquel que llenó el edificio
donde se firmó la Convención de Riobamba en 1830. Como se
conoce, el actual edificio que alberga al parlamento fue
construido en 1959, cuando el país andaba apenas por los cinco
millones de habitantes, y es un local que requiere de una
urgente ampliación.

En fin, estos son los argumentos. Veamos qué sucede el próximo
martes. Ojalá que no caigan en el vacío y se estrellen en la
nada los esfuerzos que ha desplegado el presidente de la
Comisión de Asuntos Constitucionales, Ricardo Noboa,
probablemente el legislador que con mayor seriedad ha tomado
el desafío de modernizar el Estado, y sean aprobadas las
reformas propuestas. Pues, por lo que toca a los grandes
cambios en el sistema político, parece que ellos sólo los
puede realizar el propio pueblo. no sus dirigentes. (EL
UNIVERSO, DOMINGO, P-1)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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