IMPRESIONES NAVIDEÑAS. Por Felipe Burbano

Quito. 24.12.91. (Editorial) Las luces y adornos navideños de
la ciudad, han atraído este año, quizá como nunca antes, a
cientos de campesinos indigentes. Los pobres del campo y la
ciudad han salido a mendigar algunas migajas en la gran
ciudad: están en cada semáforo, en los parqueaderos públicos,
en los centros comerciales, en las calles, en las plazas. Y
han sido los niños los más utilizados: cada vez necesitamos
imágenes más fuertes y conmovedoras para salir de nuestras
burbujas existenciales, para tener un mínimo de sensibilidad.

La Navidad, para una buena parte de la población, no celebra
nada; únicamente crea la oportunidad para salir temporalmente
de la indigencia. La imagen que más refleja hoy la realidad
económica y social del país es la de pequeños islotes de
opulencia -teniendo en el centro a los grandes y poderosos
bancos- rodeados de cinturones cada vez más amplios de
pobreza. Y la miseria crece conforme se ocupa un espacio más
apartado del centro. La capacidad de ese centro opulento para
irradiar progreso, desarrollo, optimismo, esperanza, es cada
vez menor. Al contrario, su presencia parecería explicar la
pobreza que lo rodea.

Es inherente al capitalismo la concentración de la riqueza.
Los países industrializados enfrentaron esta tendencia del
sistema con mecanismos más o menos eficientes de tributación:
el que más gana más impuestos paga, y a la inversa. El Estado,
receptor de esos tributos, se encarga luego de redistribuirlos
en la sociedad. El Estado socializa la riqueza a través de un
sistema de bienestar social. Invierte la lógica del capital
privado hasta donde le es posible.

En América Latina, y en el Ecuador por su puesto, los sistemas
de tributación no han funcionado. Los sectores opulentos han
encontrado, en complicidad con el mismo Estado, formas para
evadirlos. En lugar de encarnar a la sociedad, a sus intereses
colectivos, ha sido manejado como botín, y ha generado cadenas
interminables de corrupción, en grandes y pequeñas escalas.

Los sueños de los años 60 y 70 por convertirlo en el portador
del bienestar social y en el promotor de la justicia y la
igualdad, se han derrumbado ante la evidencia de su otro
rostro.

La crítica al Estado, cuya contraparte es la confianza ciega
en el mercado, en la iniciativa y el capital privado, se
extiende hoy como una ola incontenible. Su discurso es el de
la eficiencia, de la productividad, de la competencia, de la
apertura y de la desburocratización. Es el lenguaje privado de
la economía el que se impone en todos los ámbitos. Y en ese
lenguaje peligrosamente empieza a olvidarse un término clave:
redistribución. La derecha, portavoz política de los intereses
privados, ha lanzado su propia consigna: para redistribuir hay
primero que generar riqueza, como si en este país no la
hubiera y no se la produjera. Bastaría con mirar cómo se vive
en algunos barrios residenciales de la capital y de sus valles
circundantes, para convencerse de lo contrario, de que hay
mucha riqueza pero muy concentrada. Y luego habría que leer
algunas publicaciones internacionales para saber que mucha de
esa riqueza -"The Economist" habla de 9 mil millones de
dólares- ha sido expatriada, colocada afuera, puesta a buen
recaudo. Este pequeño país, que maravilla a los extranjeros
por sus recursos, su belleza natural, su variedad ecológica y
su gente, ha sido durante mucho tiempo saqueado.

Diez años de crisis económica, que quieren decir diez años de
enriquecimiento y empobrecimiento simultáneos, plantean con
urgencia la necesidad de reintroducir en la reflexión, en el
debate y en la práctica política, términos como justicia,
solidaridad, igualdad. Que la reforma liberal y la apertura
económica no sean el gran pretexto para el enriquecimiento
desenfrenado, porque si los límites a esa codicia no vienen de
la ética y la moral, de la solidaridad humana, vendrán, tarde
o temprano, de la lucha y la rebelión de esos sectores
empobrecidos que miran angustiados. (4A)

EXPLORED
en Autor: Felipe Burbano - [email protected] Ciudad N/D

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