EUROPA NO SALE DEL ASOMBRO

Quito. 09.10.92. Los gobiernos europeos, con Alemania y
Francia a la cabeza, aún no salen de su asombro. La tormenta
monetaria de hace 15 días, y que concluyera con las
inesperadas devaluaciones de la lira italiana, la peseta
española y la libra esterlina inglesa, puso en evidencia la
fragilidad de un proceso que parecía sólido y con un final
seguro: la Europa unificada. Pero lo cierto es que hoy, ni
uno solo de los 12 gobiernos comunitarios, y ni una sola de
sus sociedades, sabe con certeza si la unificación será
finalmente una realidad. La ratificación del Tratado de
Maastricht, pieza clave de la unificación monetaria y política
europea, está en dudas.

El primero en confirmar la gravedad de la crisis fue el
gobierno británico, que inmediatamente después de la tormenta
monetaria del 16 de septiembre, anunció su decisión de diferir
-nadie sabe por cuánto tiempo- la ratificación del Tratado de
Maastricht, y pidió un proceso de unificación más lento.

El gobierno inglés, como al español y al italiano, no les
faltan razones para mirar con temor lo que se viene con la
unificación. La reciente crisis de las equivalencias
cambiarias destruyó el Sistema Monetario Europeo (SME) que
fuera creado en 1988, con el propósito de asegurar los
equilibrios en los intercambios comerciales entre las doce
naciones comunitarias. Expuestos hoy por las debilidades de
sus monedas, estas tres naciones temen que la unificación
suponga para ellas dar excesivas ventajas a las dos economías
más fuertes de Europa: la alemana y la francesa, en ese orden.

En realidad, lo que parece estar en juego es también un
problema de hegemonías políticas. Los ingleses, en efecto,
vieron con extrañeza la decidida cooperación de los bancos
centrales de Alemania y Francia para mantener, a través de
gigantescas intervenciones en los mercados, la paridad
cambiaria del franco francés y el marco alemán. Los ingleses
no entienden cómo los bancos centrales de esos dos países
pudieron gastar entre 20 y 30 mil millones de dólares en menos
de 48 horas para evitar la devaluación del franco francés, y
no hicieran ningún esfuerzo serio unos días antes para evitar
la devaluación de la libra esterlina y la quiebra del SME.

Pero la crisis monetaria no es sino el reflejo de los
desequilibrios existentes entre las economías europeas -por su
tamaño y capacidad productiva- y los desfases de las políticas
económicas de las doce naciones, en especiales los esfuerzos
desiguales por corregir sus crecientes déficit fiscales. En
conjunto, la situación se ve además agravada porque las doce
naciones sufren los efectos de una Alemania que debe asumir el
costo de la unificación y se ve en dificultades de jugar el
rol de locomotora económica de toda Europa.

El derrumbe del Sistema Monetario Europeo tiene, además, otro
efecto: retrasará por mucho tiempo -algunos creen que para la
primera década del 2.000- la adopción de una moneda común
prevista inicialmente para 1997, que de solidez y bases firmes
a la unidad económica.

Aunque la idea ha sido rechazada públicamente por los
gobiernos, varias voces empiezan a proponer, como esquema
alternativo, la unidad monetaria parcial. Así lo sugirió al
menos el ex gerente del Bundesbank, el influyente Karl Otto
Pohl, al proponer la inmediata unificación monetaria de
Alemania, Francia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo, para no
retrasar todo el proceso. A raíz de esta propuesta, que deja a
los ingleses, italianos y españoles en una posición rezagada,
se empieza a hablar de una integración europea de dos
velocidades, con dos andariveles y dos grupos de países.

Contra las burocracias y en defensa de la identidad

Sería injusto y reduccionista, sin embargo, atribuir
exclusivamente a los desequilibrios monetarios las
dificultades que enfrenta la unificación europea. Pesan con la
misma fuerza los temores por abandonar las estructuras de los
estados nacionales, y las identidades vinculadas a ellos, como
el excesivo poder concedido a la burocracia de Bruselas, en
detrimento de una mayor participación democrática de las
sociedades en todo el proceso.

El descontento de las sociedades frente a la forma cómo se ha
conducido la unificación, quedó evidenciado en los plebiscitos
de Francia y Dinamarca en torno a la ratificación del Tratado
de Maastricht. En Francia el "Si" triunfó por una diferencia
de solo un punto y en Dinamarca el "No" lo hizo por menos de
un punto. Lo importante y sorpresivo en ambos casos fue el
altísimo porcentaje de la población que votó en contra, pues
muestra fuertes resistencias al proceso de un grupos
importantes de la población. Muchos sostienen que si se
hiciera un plebiscito este momento en Alemania el "No"
triunfaría largamente.

Los especialistas -y así lo confirman las encuestas- sostienen
que la población europea respalda la unificación pero está en
desacuerdo con la forma cómo se ha conducido, y en especial
critican la falta de comunicación y el excesivo poder de la
burocracia comunitaria. Esto lo reconoció el propio Jacques
Delors, presidente de la CE, en una reciente declaración: "La
comunidad ha estado muy lejos de la gente, debemos hacer un
mejor trabajo de comunicación", dijo.

Pero no solo han tenido poca participación las sociedades sino
también los parlamentos nacionales y el parlamento europeo,
con graves efectos políticos. El canciller alemán Helmut Kohl
ha sido el que más duro crítico de la burocracia comunitaria,
al acusarla de estar afectada por una "furia de regulaciones"
que amenaza con "aniquilar las identidades nacionales". Al
mencionar el tema de identidades nacionales, Kohl trajo
nuevamente a la discusión nuevamente el tercer elemento que
pone en riesgo el proceso de unificación europea.

En efecto, el establecimiento de una Europa federada que pueda
convertirse en una superpotencia, con una política exterior y
de defensa común, despertó angustias de identidad en los
europeos. Y no es para menos: la unificación supone entrar en
una etapa histórica en la cual quedan superados los Estados
nacionales tal como surgieron en Europa con las revoluciones
burguesas de los siglos XVIII y XIX. Una forma de identidad,
vinculada fuertemente al desarrollo del Estado-nación, empieza
a disolverse, y eso provoca incertidumbre.

Los más resistentes son, hasta cierto punto, los ingleses. La
Thatcher siempre fue una crítica de la Europa federada y
defendió la idea de una "Europa de naciones". Hoy esta idea
empieza a cobrar más fuerza.

Junto a la ruptura de las identidades que temen hoy los
europeos, está también el temor a perder la soberanía de sus
naciones, otro de los elementos políticos sobre los cuales se
construyeron los modernos Estados nacionales.

Lo que viven actualmente los europeos son, pues, los vaivenes
propios de las rupturas históricas, con fuerzas que empujan y
fuerzas que detienen, en medio, también, de los permanentes e
inevitables juegos de poder.2 A

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