Miami. 13 sep 2001. (Editorial) Hace una década, con el colapso de la Unión Soviética, nos las prometíamos (en Estados Unidos y Europa) muy felices. Era, para usar el tópico de Fukuyama, el fin de la historia. En realidad, se creía que se habían terminado las ideologías que habían atenazado al mundo en el anterior siglo, que se cerraba con una década de anticipación. La globalización, por su parte, se prestaba a tomar posiciones en un planeta feliz presidido por el libre comercio y la bondad de la democracia liberal. Era, en suma, un mundo idílico.

Pero sucedió que casi todos los fantasmas del pasado se resistían a
abandonar la escena. Algunos de los jinetes del Apocalipsis salían de las
cloacas donde aparentemente se habían refugiado, al menos en el llamado
mundo occidental, ante la tenaz resistencia del sistema gracias al paraguas nuclear de la OTAN y la protección de la modesta pero eficaz Comunidad Europea.

De repente, el racismo y el fascismo, el fanatismo y las más extremas
ideologías, regresaban a las barricadas y se encargaban de recordarle a la opulenta Europa que en sus arrabales podían recrear todas las pesadillas del pasado. El aviso fue en Yugoslavia.

Pero en el corazón del imperio, y por sinrazones diferentes, los enemigos
internos, insatisfechos por el multiculturalismo que amenazaba una
pretendida pureza de sangre norteamericana, atacaban por su cuenta.

Oklahoma fue otro aviso, a la americana. Se creía que con la ejecución del aparente solitario nativista se había terminado con la rabia.

En el exterior era otra cosa. Las embajadas de Estados Unidos se convertían en fortalezas. Kenya y Sudán engrosaron las listas de advertencias. Pero el sistema seguía incólume, sin apenas inmutarse. El Oriente Medio se desangraba, pero entraba dentro de lo normal.

Era la pelea de siempre entre judíos y palestinos. Huntington y su
pretendido choque de civilizaciones no se tomaban en serio. Su tesis se
intuía, no sin razón, como una excusa del llamado complejo industrialmilitar para engrosar las arcas de las compañías a las órdenes del Pentágono. Y llegó la tragedia.

La dimensión del trauma rebasa todo lo imaginable y de ahí que sea
virtualmente imposible predecir las consecuencias, pero hay que intentarlo.

Entre lo posible, destaca el endurecimiento del sistema de protección
estatal, con la consiguiente erosión de los derechos civiles. No se
descartan ni los registros domiciliarios ni las escuchas telefónicas. Por
supuesto, el uso de Internet sufrirá una drástica regulación. El múltiple
atentado dará pie a los abogados del sistema antimisiles para seguir
adelante. Las suspicacias ante la inmigración descontrolada oscurecerán el ambiente.

A la larga, el mundo en general deberá encajar el golpe como contra sus
propios intereses y no cometer el error garrafal de creer que esto es un
ataque selectivo contra Estados Unidos. Es contra todas las normas
civilizadas. El mundo comprenderá el peso de la púrpura del gobierno y el
pueblo norteamericano, desgraciadamente y erróneamente identificados como
enemigos de la humanidad.

Al final, a mediano plazo, se espera, la cordura deberá imponerse y las
fuerzas internas de la sociedad estadounidense sabrán equilibrar la
situación entre la histeria y la sangre fría.

Paradójicamente, el famoso artículo 5 del tratado de la OTAN se convierte
ahora en eficaz: un ataque contra un Estado miembro debe ser interpretado
como lanzado contra todos. Y este no es un atentado solamente contra Estados Unidos, por mucho simbolismo que Wall Street y el Pentágono tengan en la imaginería mundial.

Es la hora de la acción coordinada. Ahí se revelará la verdadera altura de los dirigentes. Los norteamericanos deberán actuar con energía y con calma; en el exterior se deberá ofrecer el apoyo sin fisuras. (IPS)

* Joaquin Roy es catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad de Miami(Diario Hoy)
EXPLORED
en Ciudad Miami

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