Quito. 4 ene 98. Hace más de tres décadas, Claude
Levi-Strauss definió los mitos de manera misteriosa. No dijo
lo que son. Solo dijo que los mitos despiertan en el hombre
pensamientos desconocidos, con los que causó cierto estupor
entre los antropólogos y filósofos.

En verdad, la frase de Levi-Strauss pareciera no decir nada.
Como el mismo lo admitió, es una frase que -en un último
análisis- carece de significado.

Quisiera tratar de entender esa frase: ¿Cómo habrían de
despertarse en mí, o en cualquiera de nosotros, pensamientos
que no conocemos? ¿De qué manera llegar al otro lado de
nuestro cuerpo, o al otro lado de lo que somos, para
representar, dentro de nosotros, algo que tal vez nunca hemos
visto?

El deseo secreto de todo novelista es crear una realidad que
se parezca a sus obsesiones. La realidad es siempre
insatisfactoria, y en el orden de los sueños -o de los deseos-
cabe todo: el pasado y el futuro.

Walter Benjamín ha expresado mejor que nadie esa ansiedad del
novelista por ser otro, por estar en otros: ``La novela no es
significativa porque presenta un destino ajeno e
instructivo', afirma Benjamín en un ensayo ejemplar que se
llama "El narrador". ``Es significativa porque ese destino
ajeno, gracias a la fuerza de la llama que lo consume, nos
transfiere el calor que jamás obtenemos de nuestro propio
destino'.

En las ficciones, somos lo que soñamos y lo que hemos vivido,
y a veces somos también lo que no nos hemos atrevido a soñar y
no nos hemos atrevido a vivir. Las ficciones son nuestra
rebelión, el emblema de nuestro coraje, la esperanza en un
mundo que puede ser creado por segunda vez, o que puede ser
creado infinitamente dentro de nosotros.

Cuando yo era un niño, las ficciones eran para mí el refugio
contra las pequeñas infelicidades cotidianas y el instrumento
que me permitía tener con la imaginación lo que no podía tener
en la realidad. Escribí mi primer cuento cuando tenía siete
años, en una enorme casa de las montañas de Tucumán donde mi
familia pasaba el verano y parte del otoño.

Recuerdo muy bien aquel otoño. Hacia marzo o abril, yo iba por
las mañanas a la escuela, almorzaba con mis hermanas en casa
de mis abuelos maternos, y alguien, después, nos llevaba de
regreso a las montañas. Uno de mis compañeros me habló un día
de un circo prodigioso que daba sus funciones hacia las dos de
la tarde, en un descampado de tartagos donde las gitanas
vendían amuletos de mica para el amor y donde unas mujeres tan
apergaminadas como transparentes curaban por cinco centavos el
asma y el mal de ojo.

Sin decir palabra a mis padres -por miedo a que me negaran el
permiso- decidí una tarde ver por mí mismo los paraísos del
circo. Era una carpa raída, con unas gradas indolentes y un
piso de paja mojada. Cuando llegué, los reflectores del circo
se encendieron, una orquesta de trombones desafinó una marcha
militar y un dúo de payasos dejó caer algunos chistes que me
parecieron ininteligibles y que, pensándolo bien, debían de
ser obscenos.

Todo el espectáculo era melancólico, pero a mí me iluminó la
vida para siempre. Recuerdo que unos perros enclenques se
negaron a saltar a través de unos aros de fuego. Recuerdo que
un león desdentado lamía la mano del domador en vez de fingir
que la mordía.

Lo que mejor recuerdo, sin embargo, es una jovencita pálida,
que daba vueltas a la pista de pie sobre un caballo de oro -o
que yo creía de oro- disfrazada de mariposa, con alas de tela.
Al final de la función, la misma muchacha moría de tos en un
drama lacrimógeno que se llamaba ``La tiísica'. Yo me fui de
allí tan enamorado que lamenté no encontrar a ninguna gitana
que vendiera amuletos de mica.

Eran las seis de la tarde. Mis padres me esperaban alarmados,
después de haber recorrido los hospitales y de haber pedido
ayuda a las escasas seccionales de policía que había en el
Tucumán de aquellos años. Contra todas mis esperanzas, me
impusieron un castigo para mí peor que los círculos del
infierno: me prohibieron leer e ir al cine durante un mes.
Fue durante ese mes cuando descubrí, sin darme cuenta, los
luces todopoderosas de la imaginación. Si no podía leer, al
menos podía imaginar lo que no estaba leyendo. Imaginar las
ausencias, los vacíos, las nadas. Reconocerme en lo que no
estaba, perder los lugares que nunca había tenido. O, como
diría Levi-Strauss, tener pensamientos que me eran
desconocidos.

Como acto de rebelión contra mis padres, escribí entonces un
cuento en el que yo era libre, súbitamente adulto, dueño de
todos los paisajes del mundo. Aprendí -sin saber la magnitud
de lo que aprendía- que el lenguaje es en sí mismo un fin, un
reino en el que las cosas existen con independencia de la
realidad, y que cada cosa nombrada podía asumir la medida, la
forma, el peso y los desvíos que le daba mi imaginación.

Aprendí que los contenidos del lenguaje no tenían por qué ir
más allá del propio lenguaje, que todo estaba en las palabras.
O, para decirlo de un modo más humilde y más cercano a Dios:
al principio era el Verbo. El Verbo era -es- el principio y el
fin de las cosas que yo quería narrar, el límite dentro del
cual las cosas podían existir por sí mismas.

En el primer cuento que escribí, un niño que es de pronto
adulto se interna en el paisaje de una estampilla de correos y
empieza a caminar por ese paisaje como si allí dentro
estuvieran todos los libros y las películas del mundo. Dentro
de aquel paisaje, estaba todo lo que yo había perdido, lo que
jamás sería o me atrevería a imaginar. Estaba el aleph, el
paraíso, la cifra del mundo.

Mi personaje podía ver súbitamente la intimidad de todas las
casas, entender todos los dialectos y compadecerse de todas
las tragedias. Un escritor -o un aprendiz de escritor, como yo
era entonces- solo puede contar lo que sabe. Cuanto más
claramente ve un escritor el horizonte de lo que no sabe,
tanto mayor intensidad puede poner en lo que sí sabe.

Yo desconocía, por supuesto, la complejidad del mundo,
desconocía los tormentos que los seres humanos son capaces de
infligir, las pasiones, las intrigas del poder, la soledad, el
miedo a la muerte y, por supuesto, desconocía el sexo.

Y, sin embargo, en aquel primer cuento, estaba todo eso: de un
modo primitivo, exterior al mundo en todos los sentidos de la
palabra exterior: superficial, ajeno, distante. Le faltaba lo
esencial: le faltaba conciencia del lenguaje.

Si escribir ficciones es una afirmación de la propia libertad
-me dije yo más tarde, cuando la conciencia del lenguaje
instaló en mí las incertidumbres que no tenía a los siete
años, cuando me dí cuenta de que en el acto de escribir se me
iba la vida-, si las ficciones son el otro nombre de la
libertad, entonces hay que descubrir cuál es la libertad
secreta de cada acto, de cada gesto, de cada palabra.

Si narraba un viaje en tren, por ejemplo, trataba de entender
el funcionamiento de los émbolos, el sistema de inspección de
los boletos, la resistencia y la medida de las vías y de los
durmientes, la presión del vapor, la provisión de agua, las
señales. Y, a la vez, contaba el viaje como lo hubiera hecho
un historiador, un director de cine, un periodista, una
geóloga, un turista.

Mientras creaba una realidad otra, intentaba convencer a mi
lector imaginario que esa realidad inventada era la única.
Trataba de establecer con ese lector un pacto semejante al que
uno establece con una película: la realidad se recorta,
desaparece, y el espectador se sumerge en otra realidad que
solo se desvanece cuando la película termina.

Cada vez que uno imagina una realidad que es otra, trastorna
la historia y, por lo tanto, reinventa la historia. Mi cuento
de la estampilla era una manera de suprimir o suspender el
pasado e instalar en su lugar otro pasado. En ese primer
relato cuyo final he olvidado, aprendí por primera vez que las
ficciones son el otro nombre de los deseos. Goethe dice que,
cuanto más temprano expresemos un deseo en la vida, tanta más
posibilidad habrá de que lo alcancemos.

Cuanto más allá situemos nuestros sueños, tanto más lejos nos
llevará la experiencia. Escribir ficciones es buscar lo que no
somos en lo que ya somos, es aceptar, en aquél que somos,
todos los otros que no podemos ser.

- Tomás Eloy Martínez es el autor de ``La Novela de Perón' y
``Santa Evita'. Es director del programa de Estudios
Latinoamericanos en la universidad de Rutgers y realiza
frecuentes viajes como escritor y periodista. (DIARIO HOY)
(P.9-A)
EXPLORED
en Ciudad Quito

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