ELLA QUIERE QUE NO SE SEPA NADA. Por Francisco Febres Cordero

Quito. 18.08.92. Cuando entré a la cárcel de Cinncinnatti tuve la
sensación de ingresar a un hospital: tal era la asepsia, el
orden, el silencio y la soledad que allí reinaban. Traspasé
rejas que se abren automáticamente, puertas de vidrios antibala,
crucé largos pasillos impolutos para descubrir que el dolor de un
detenido es un dolor de soledad, de profunda, amarga, angustiosa
soledad. Mientras me sentía penetrado por miradas de odio que me
taladraban (al fin y al cabo era un invasor, un extraño que
buscaba hurgar recónditos secretos, crímenes que eran propiedad
de otros, sueños imposible de compartir) pensaba que esta cárcel,
relacionada con cualquiera de las nuestras, lucía como un hotel
de cinco estrellas, con sus sistema de computación que, como un
ojo secreto, vigilaba todo, sus impecables celdas para dos
personas, con escusado y lavatorio en cada una, su camastro de
litera y su ventana. A pesar de que los programas de
rehabilitación se cumplen y de que los presos tienen a su
disposición un enorme gimnasio y dos canchas de básquetbol
cubiertas y que se alimentan con dieta balanceada y que tienen
una lista de derechos cuyos mecanismos para el cumplimiento ellos
conocen, la prisión está cubierta por un halo impersonal que me
estremece, sobre todo cuando veo el rostro de un joven recluso
que, a través de un vidrio, habla con alguien que afuera -eso se
adivina- fue su compañera. ¿Qué vi en los ojos de ambos que me
estremeció de dolor, de nostalgia, de angustia? ¿Qué vi, sino el
vacío de unas vidas desechas?

"Es triste, pero al mismo tiempo, si pensamos en nuestro país, es
el paraíso terrenal", me diría días después, en una cárcel de San
Francisco, una ecuatoriana detenida hace dos años por tráfico de
drogas, y que a lo largo de su condena ha podido aprender
carpintería y trabajar en el taller de la cárcel, al tiempo que
estudia inglés dentro de la escuela que tiene la prisión. Que no
es una prisión, sino un hotel, vuelvo a pensar mientras me paseo
por los jardines cuidados con esmero y me siento en la sala
comunitaria para hablar con "La Abuelita", una colombiana que
cumple una condena de 15 años también por tráfico de drogas; ella
me dice que puede conversar por teléfono con su esposo y con su
hija -que están detenidos en otra penitenciaría- cada tres meses
y que ese es su mayor consuelo, mientras me confirma que estar
ahí -en medio de lo terrible que resulta la privación de la
libertad- es una lotería.

Como un detenido más, hago fila para recibir en una bandeja mi
almuerzo, me siento en una mesa y me alimento con una sopa de
lentejas, sánduche de pescado, tostitos de maíz, un pedazo de
pastel de piña (la otra opción era frutas) y jugo. ¿Algún
recado?, le pregunto a la ecuatoriana. Ninguno, me dice ella;
mientras menos sepan de mí en el Ecuador, mejor. Si puedo,
cuando salga quiero quedarme en esta ciudad para rehacer mi vida.

Estar preso en San Francisco debe ser, claro, doblemente triste,
porque esa es una ciudad para la libertad, con sus colinas y su
topografía insólita. El pirata Drake se la perdió, cuando en
1569 pasó bordeando sus costas en su nave, no la vio y siguió de
largo. ­Qué bruto, y eso que Drake era vivísimo!

San Francisco era el séptimo puerto del país, pero desde hace
trece años sus habitantes tomaron la decisión de volcarse al
turismo y ahora esa es la primera fuente de ingresos de la
ciudad.

Claro que la amenaza son los terremotos, como ese de 1906 que
devastó todo, y ese otro de 1989, que también. Pero ni los
turistas dejan de ir por la eventualidad de un remezón de la
tierra, ni sus habitantes dejan de construir altos edificios que,
eso sí, tienen que estar tan bien hechos como para resistir un
sismo de 8 grados en la escala de Reichter.

De arriba, del pico Los Gallitos, hay una vista imponente: se ve
Sausalito, una ciudad que está al otro lado de la bahía, la isla
de Alcatraz (con su antigua prisión que ahora es un museo) y
hasta la Universidad de Berkley. Y, claro, el Golden Gate que,
construido en 1937, fue hasta 1975 el puente más grande del
mundo, con sus 3.2 kilómetros de largo y sus enormes cables que,
con una elegancia yerática, lo sostienen. El puente tiene su
enorme parque de 4.2 kilómetros de largo y 1.2 kilómetros de
ancho, con más de 100 canchas de tenis, cinco museos y teatros al
aire libre.

Lo que no se ve desde arriba sino desde abajo es el barrio chino,
que reúne a la comunidad china más numerosa fuera de China. Como
se calculará, es un hervidero de negocios, tiendas y restaurantes
donde todo el mundo habla en el idioma universal del dinero.

Como se habla también, a miles de kilómetros de distancia, en San
Antonio, una ciudad turística, con unos bellos canales que forma
el río, puentecitos y árboles. Y con El Alamo, la fortificación
a la que todos los gringos quieren ir por lo menos una vez en la
vida, como van los mahometanos a La Meca. Obviamente, cuando
llegamos allá los visitantes deambulaban en sus interiores como
moscas, henchidos de espíritu cívico al oir que, en 1836, allí se
fortificaron los tejanos para vencer la resistencia del general
mexicano Antonio Santa Ana, quien terminó tomando el fuerte y
matando hasta al último tejano. En el fuerte también se exhiben
las prendas de David Crockett, quien luego de matar muchos indios
terminó sus días a manos de las huestes de Santa Ana.

Y como si todo ello fuera poco, voy al cine a ver "El Alamo", una
cinta hecha para Imax que, obviamente, no es la misma "El Alamo"
que en 1959 hicieran John Wayne y Richard Widmark, aunque, como
ella (pero en una pantalla espectacular y con un sonido perfecto)
se exhalta el heroísmo de los tejanos que resistieron a los malos
de los mejicanos que, estúpidos, tenían la pretensión de
recuperar los territorios que eran de ellos.

Total, yo terminé odiando a los tejanos por sobrados, prepotentes
y robones de tierras y por eso cuando pisé Albuquerque y me
recibieron con la frase "Esto no es Texas", me alegré.

Como me alegré también -eso fue mucho antes, por supuesto- el
rato en que, tras una semana entera, recién pude sacarme la
corbata cuando salí de Washington, una ciudad temperamental que
cuando quiere ser bella lo es en sus jardines y en sus
monumentos, cuando quiere ser soporífera lo es en su burocracia y
cuando quiere ser violenta y pobre lo es en sus ghettos.

La única excepción a la pesadez burocrática la marcó Jon Foster,
un gringo del Departamento de Estado que es (creo yo) el único en
toda Norteamérica que se atreve a fumar en su oficina, beber café
y reírse con ganas y que, como si todo eso fuera poco, es amigo
del Hippy Huerta, para quien mandó muchos saludos (que yo se los
doy desde aquí porque odio hablar por teléfono).

Y aunque no se conocen ni en pelea de perros, de la jorga de Jon
debía ser Tom, un profesor de Historia y amante de la música, que
me invitó a su casa en Cincinnatti y con quien pasé una tarde
inolvidable, oyéndole pronunciar blasfemias, sarcasmos y burlas a
la american way of life, su pacatería y su insulsez. Sin
embargo, lo de gringo le sale en su manía de coleccionista,
aunque al ver sus tesoros largamente acumulados, se me hace agua
la boca: música de todo género (tiene unos mil casettes grabados
y estrictamente clasificados) y películas antiguas. Con el
tiempo, iría conociendo a otros coleccionistas de los objetos más
disímiles, pelotas de béisbol incluídas.

En cambio, .... colecciona los agravios que se cometen contra las
mujeres, de los cuales me da una larga lista en la que se
encuentra, por supuesto, el acoso sexual, que tuvo su instante
culminante en el caso de Anita Hill, quien fue la que dio la voz
de alarma y puso sobre el tapete la magnitud del problema. "Una
de cada tres mujeres ha sufrido acoso sexual en algún momento de
su vida", me dice Elizabeth Toledo, presidenta de la Organización
Nacional para la Mujer.

Sin embargo, el problema más acuciante, por debatido, en la
actualidad es el del aborto; anualmente hay 1.6 millones de
abortos y se estima que 200 mil mujeres mueren cada año por las
prácticas ilegales en la interrupción de su embarazo. Empero, al
ritmo de los tiempos, la legalización del aborto va tornándose en
un sueño.

La mujer está discriminado, afirma Elizabeth, y demuestra su
acerto con estas cifras: por cada dólar que gana un hombre, las
mujeres ganan solo entre 50 y 70 centavos (70 la mujer blanca, 60
la negra y 50 la latina).

Pero, mientras tanto, ya se está preparando la fiesta para el
mundial de fútbol del 94, a un costo de 400 millones de dólares,
y con un optimismo que contagia: se prevé la visita de millón y
medio de turistas extranjeros, que dejarán algo así como mil
millones de dólares en el país.

Entonces, Estados Unidos dejará atrás su recesión, los problemas
de droga, la enorme migración, la violencia, y se envolverá en la
locura del soccer, como si todo el país fuera un enorme Disney
World, con Blanca Nieves y los siete enanitos incluidos.

Pero eso será en el 94. Habrá que ver si vivimos para contarlo.
EXPLORED
en Ciudad N/D

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