EL QUE NO RIE, ENLOQUECE. Por Francisco Febres Cordero

Quito. 17.08.92. Pero en las veredas, en las calles, en los
aeropuertos, en los cines, en los restaurantes, en los campos, en
las plazas, en los hoteles, hay demasiada gente. Hay demasiada
gente en las ciudades. No es solo Nueva York la que está
atiborrada con sus 18 millones de habitantes. Es todo un país,
inmenso, repleto de gente que circula a ritmo desigual por
cualquier parte. Es gente que en un abrir y cerrar de ojos va
invadiendo los espacios más insólitos para seguir viviendo y,
también, para seguir dando vida a nuevos seres, en un acto de
multiplicación que resulta obsceno para un mundo abarrotado.
Y esa es la visión con que regreso: el mundo va a estallar por
tanta gente. Vengo enfermo de sobrepoblación.

Solo un instante creí sentirme solo. Fue en Albuquerque. Al
lomo de un Pontiac de color azul acero, mi guía -Jim- y yo,
comenzamos a cabalgar por la imensa planicie yerma para llegar a
Acoma, una reserva india. Tomamos una carretera secundaria y de
pronto -al galope tendido de 160 kilómetros por hora- me doy
cuenta que por primera vez somos los únicos jinetes de la angosta
pista; por eso, mi mirada rebota contra los macizos rocosos y se
pierde entre los enormes pajonales. Y soy feliz. Sin gente soy
feliz. Sin embargo, la alegría no dura mucho: un letrero nos
advierte que hemos llegado a Acoma y ahí, a la fila, hay una
veintena de automóviles estacionados, cada cual con cuatro,
cinco, seis turistas dedicados a la ímproba tarea de poner a
funcionar sus máquinas de fotos.

Una indígena gorda y rozagante es la encargada de explicarnos lo
que es Acoma, mientras subimos por los bordes de la altísima
meseta hasta llegar a un pueblo de casas de barro donde los
poquísimos nativos que aún quedan ofrecen al visitante objetos de
una cerámica muy parecida a la que se hace en nuestro Oriente,
así de frágil y bellamente decorada. Caen cuatro gotas de lluvia
en el desierto y los turistas, aterrados, comienzan a gritar
"It"s raining, it"s raining", mientras la guía, desconcertada, no
sabe si estar feliz por los beneficios que tan magro aguacero
traerá a su tierra o triste porque una posible estampida de los
turistas le puede dejar sin el chorro de propinas que le servirán
para fertilizar su economía.

Y días más tarde y miles de kilómetros mediante, gente, gente,
gente, en la imensidad de Yellowstone. Gente alrededor de los
geisers, gente que detiene sus autos para ver cruzar un bisonte,
gente que aplaude, grita y toma fotos cuando el "Viejo fiel", el
mayor y más famoso geiser del parque, suelta sus gases y erupta
su chorro de agua hirviente justo a la hora prevista. Gente,
gente, gente. 35.000 personas están ahí ahora, como 35.000 están
todos los días del año, en un recorrido que puede incluir
camping, fishing, footing y diez mil otros pasatiempos
vacacionales. Y fotos, por supuesto. Al fondo, los montes
Tetones, imponentes en su belleza exhiben -con cierta majestuosa
complicidad- también sus rocas para que el turista se lleve como
recuerdo la desnudez de su epidermis grabada en el papel.

Y si 35.000 son los turistas que visitan día a día Yellowstone,
30.000 son los que suben a las alturas del Empire State también
todos los días y otro tanto a las torres Gemelas. Pero, bueno,
piensa uno, al fin y al cabo esto es en Nueva York, una ciudad
donde todo puede ser posible. Porque Nueva York, siendo una
sola, son muchas ciudades que se superponen, que se mezclan, que
se aman y que se repelen.

Ahora desde el hotel en que estoy cruzo la calle para caminar por
Central Park, buscando la sombra protectora de los árboles en la
quemante mañana de sábado. Pero, poco a poco, me voy otra vez
neurotizando de gente. Gente. Gente que sale a trotar, a montar
en bicicleta, a patinar desesperadamente, como para limpiarse del
colesterol y del estrés acumulados durante toda la semana. La
mayoría lleva los audífonos de su walkman incrustados en las
orejas, para mejor aislarse del resto del mundo, al que trata de
ignorar en su ejercicio. Y perros, perritos, perrazos a los que
sus amos sacan a pasear con especial celo, entre mimos, palabras
dulces y ternezas. Sorteo a los ciclistas, a los patinadores, a
los corredores, a los locos, a los que me piden caridad, busco
rutas distintas mientras sigo caminando y encuentro todo lleno:
los museos, los bares, los teatros, los restaurantes, los
almacenes, los taxis, los edificios. Llenos también los tachos
de basura, cuyos restos se han desperdigado en las aceras.

Nueva York es la incertidumbre, la inseguridad, las sirenas, el
tráfico, las dos cadenas con que aseguro la puerta de mi cuarto
de hotel. Nueva York es el vértigo, el aislamiento individual,
la soledad, la opulencia y la pobreza, las paredes desconchadas
de los edificios atestados de emigrantes y la sordidez de los
pisos en los que se adivina fortuitos ocupantes que dejan como
recuerdo de su estancia una hipodérmica usada; Nueva York es la
suciedad de sus calles, las paredes repletas de graffitis y
leyendas, el elegante frenesí con que los yupies exhiben su
triunfalismo y la impecable, deslumbrante oficina donde un
ejecutivo despacha sus papeles en el piso 70 de cualquiera de los
centenares de rascacielos.

Nueva York es la locura de un partido de béisbol entre los
Gigantes y los Metz al que acudo porque también yo siento las
desesperadas ansias de gritar, de alzar los puños y saltar como
un resorte de mi asiento para que la vida no me gane por home
run.

Pero Nueva York de pronto comienza a ser humor, cuando ese
hombre, ya entrada la noche, se me acerca para invitarme a que,
con una moneda, engrose un fondo destinado a que los negros coman
pizza. No sé si los 50 centavos que le lancé al fondo de su
gorra servirían para llenar su negro estómago o para refrescar su
gaznate con un trago grueso, del que él, según se veía, andaba
bastante necesitado.

Y Nueva York es el latino estrafalario que asoma por el Soho en
bicicleta para, burlándose de un grupo de japoneses que deambulan
con cámaras de video, anunciar que es el último hippy y pedirles
en español que le graben una escena, que no les cobrará por eso,
que aprovechen, al tiempo en que comienza a maquillarse con una
nariz de payaso y una peluca rubia, a lo Marylin Monroe.

Y mientras por todo lado hay gente durmiendo en los bancos de los
parques, sorteando ser atropellada por los autos, esquilmada por
alguien que termina apuñaleándolo, los letreros que advierten
sobre la sanción a ciertas conductas prohibidas se suceden paso a
paso. El "no" es una palabra que en Nueva York fue inventada
solo para quedar escrita en el cartel.

Lo demás es la constante presencia de Andy Warhol. Y el humor.
Ese humor, esa ironía, ese sarcasmo desprejuiciado que destila
Greenwich Village a través de su arte o esos quince mandamientos
para sobrevivir en la ciudad, impresos en una camiseta, entre los
que constan éstos: Nunca coja el subway, nunca abandone su
cuarto del hotel, nunca hable con extraños, nunca olvide su
pistola, nunca use baños públicos, nunca cargue dinero o porte su
cartera con tarjetas de crédito, nunca se detenga frente al
Empire State (ese es un seguro signo de turista), nunca exhiba
oro, diamantes o un reloj Rolex, nunca camine solo sino en grupos
de 50 personas o más, nunca porte un mapa en sus manos, nunca
haga un guiño de ojo, y nunca olvide que Nueva York es una ciudad
fantástica donde usted pasará un tiempo maravilloso.

No sé si maravilloso, pero lo que sí se es que es una ciudad de
la que uno no pueda salir indiferente: la ama o la odia. Porque
todo allí se da con singular intensidad, desde la devoción con
que se visita Strawberry Fields, en homenaje a John Lennon, hasta
la tensión de bucear en las entrañas de la ciudad para comenzar
un nuevo viaje en subway que puede no terminar jamás. El subway
es otro Nueva York, oscuro y sórdido, poblado de seres
fantasmales que deambulan durante el día en la profundidad del
útero para, por lo noche, ganar la superficie reptando por los
intersticios de los túneles, de las alcantarillas, de las
grietas, hasta ganar las esquinas, los recovecos, los zaguanes, a
la espera de algo...

Y en Broadway está la otra verdad, que uno no acaba por saber si
es la real o la inventada de tan cautivadora que resulta, igual o
más que la de afuera.

Todo pasa en Nueva York. Todo ocurre. Todos van. Frank Sinatra
canta en Radio City, mientras la gente camina con su teléfono en
la mano y cierra un negocio el instante mismo en que la luz del
semáforo cambia de rojo a verde.

Todos en Nueva York están presos de civilización, salvo los
muchos locos que decidieron evadirse de la enorme celda en la que
la realidad les tuvo sentenciados. Los demás siguen presos del
tiempo. De la angustia. De la distancia. Del horario. Del
desamor y de la soledad.

Presos. Presos. Muchas de las caras que allí vi, me remitieron
a Cincinnatti. Pero esa es otra historia.

EXPLORED
en Ciudad N/D

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