Norteamérica hizo una pausa para recordar el ataque del 11 de septiembre, que no fue solo contra ella, sino contra la gente de todas partes del mundo que cree en la libertad, practica la tolerancia y defiende los inalienables derechos del hombre.
Esos preceptos son la antítesis directa del terrorismo, que pretende intimidar, dominar y subyugar a los hombres y mujeres libres por medio del miedo y la destrucción.
El terrorismo no es un fenómeno nuevo, como muchas otras naciones bien lo saben. Lo nuevo es el nivel al que los terroristas pretenden llegar con sus actos criminales. Lo nuevo es, como lo vimos en Afganistán, la capacidad de las organizaciones terroristas para lograr el control completo y ocupar un país, apoderarse de una cultura y oprimir a todo un pueblo. Lo nuevo es el vínculo entre redes terroristas, estados terroristas y armas de destrucción en masa que, al combinarse con tecnología de misiles, pueden hacer formidables adversarios a estados pequeños o, incluso, a un grupo relativamente pequeño de individuos.
Si no se le presta atención en un mundo donde la naturaleza mundial de las finanzas, las comunicaciones y el transporte hacen posible que incluso individuos u organizaciones aisladas tengan alcance mundial, el terrorismo se convierte, como el presidente Bush lo ha dicho, en una "amenaza sin precedentes" que no puede ser apaciguada, ignorada, y a la que no se le puede permitir que domine nuestro futuro o el futuro del mundo.
El año pasado, el presidente Bush declaró la guerra no solamente contra quienes perpetraron los ataques de septiembre, sino contra los terroristas y sus organizaciones y patrocinadores en todo el mundo. Fue un acto, respaldado por una ciudadanía unida, que reconocía la función y responsabilidad de Norteamérica de dirigir al mundo en defensa de la libertad. Y en todo el mundo, se sumaron las naciones que aman la libertad. Hasta el momento, 90 países -casi la mitad de todas las naciones del mundo- se han puesto del lado de la libertad, decomisando bienes de los terroristas y compartiendo inteligencia; proveyendo transporte aéreo, bases y derechos de sobrevuelo; limpiando minas y contribuyendo con fuerzas, algunas de las cuales ya han pagado el precio final.
Hay quienes cuestionan si tal guerra es necesaria, que creen, más allá de todas las pruebas en contra, que los terroristas son poco numerosos, que la violencia no se propagará, que los atentados no aumentarán ni en cantidad ni intensidad, que las armas utilizadas en el futuro no serán más terribles que las que se usaron en el pasado, que la disuasión o la diplomacia -o peor aún, el apaciguamiento- tendrán éxito donde ya fracasaron. Pero las indicaciones revelan que algunas veces las consecuencias de no actuar pueden ser peores que elegir la acción, incluso si ese acto es la guerra.
Hay varias cosas que sabemos con certeza: las armas de destrucción masiva están adecuadamente designadas. Vivimos en un mundo en el que esas armas no solo existen, sino que se proliferan. Hay estados terroristas que ya tienen aquellas armas, y que otros estados terroristas buscan la manera de elaborarlas o adquirirlas. Que esos estados tienen relaciones con grupos terroristas y redes terroristas. Y sabemos que ni los grupos terroristas ni los estados terroristas vacilarían en usar esas armas si creen que les servirán para sus propósitos.
También sabemos que, a diferencia de las guerras del pasado, las armas de destrucción masiva pueden ser elaboradas en secreto y desplegadas sin previo aviso, dejando poco tiempo a la nación apuntada para discernir las intenciones o formular una respuesta.
Si este llegara a ser el caso, entonces ya se habría tomado la decisión de si estamos o no estamos en guerra. Pero incluso si no lo fuera, al reconocer un riesgo tan grande y un margen de error tan pequeño, ¿cuál es el curso responsable de acción para las naciones libres? ¿Esperar hasta que decenas de miles de inocentes sean asesinados, o actuar anticipadamente en autodefensa?
El 11 de septiembre, los terroristas cumplieron con éxito actos extremadamente complicados pero, a pesar de su exactitud, cometieron un inmenso error de cálculo. Supusieron que los norteamericanos se acobardarían y que el gobierno de EEUU no emprendería una respuesta de alcance mundial, usando todos los recursos financieros, diplomáticos, económicos y militares a su alcance. Supusieron que sus redes financieras estaban seguras, que sus santuarios los protegerían, y que el mundo no tendría el coraje para esa pelea.
Se equivocaron en todo, completamente.

* Secretario de Defensa de EEUU
EXPLORED
en Ciudad Quito

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