Quito. 07.11.93. Durante catorce años de democracia, la
estabilidad y la institucionalidad política de nuestro país ha
sido la piedra de toque. Constantemente se han barajado
cambios, se ha incrementado el período presidencial para luego
reducirlo con el argumento de que no hay presidente que
mantenga su popularidad sin riesgo para la democracia, se han
barajado reelecciones de legisladores o se ha buscado
renovaciones parciales. La pugna entre el Legislativo y el
Ejecutivo ha cruzado toda la vida política.

Todo ello ha llevado al país a preguntarse si el sistema
político vigente es el apropiado o si en su estructura residen
los males. Y consecuentemente las bondades del
presidencialismo o del parlamentarismo han saltado al
escenario del debate.

Hoy recogemos ese debate. Mienttras José Sánchez Parga aboga
por el parlamentarismo, Julio Echeverría propone un sistema a
medio camino, para finalmente recorrer cion Enrique Ayala la
historia de las relaciones entre el Congreso y la presidencia
de la República a lo largo de nuestra historia republicana.

Con frecuencia se piensa en reformas constitucionales, pero
todas ellas buscan la calentura en las sábanas. Entretanto el
debate sobre el sistema político que pueda asegurarnos una
democracia distinta y profunda, sigue pendiente.

Presidencialismo o parlamentarismo es hoy un falso dilema. La
larga historia de la mayoría de países democráticos en el
mundo ha demostrado las ventajas de los regímenes
parlamentarios. Por el contrario, la breve, frustrante y
accidentada experiencia de la democracia en nuestro país, y en
general en América Latina, es suficiente para convencernos de
los límites y defectos del régimen presidencialista.

El modelo más presidencialista en Europa es más parlamentario
que el de todos los países del continente americano: en
Francia es posible la "cohabitación" de un Presidente de la
República que se ha quedado sin la mayoría parlamentaria, y
por consiguiente sin la capacidad de nombrar su Primer
Ministro o Jefe de Gobierno, y un Jefe de Gobierno de la
oposición que acaba de ganar las elecciones legislativas.

El ejemplo del presidencialismo en la más antigua de las
democracias modernas, EEUU, tampoco es comparable con el de
nuestros países latinoamericanos, si se tiene en cuenta no
sólo la autonomía de gobierno de los Estados de la Unión sino
también la decisiva influencia del Congreso y el Senado en el
Gobierno Federal, donde el gabinete presidencial o secretarios
de Estado deben contar con la aprobación del Congreso.

Un régimen democrático, un Estado y sociedad que tratan de
consolidar su democracia sólo podrán democratizarse plenamente
y lograr un eficaz modelo de gobierno en la medida que el
presidencialismo se transforma en un régimen más
parlamentario. Ya que el presidencialismo siempre constituirá
un obstáculo para la plena democratización de un sistema
político.

Vicios del presidencialismo

Nuestro régimen presidencialista tiene sus orígenes en los
caudillismos de las independencias, los cuales se prolongaron
durante el primer siglo, cuando desde el Estado era necesario
transformar nuestras antiguas sociedades coloniales y todavía
semifeudales en sociedades nacionales. Nada tiene de raro que
esta conducción presidencialista del Estado se alternara ya
durante el siglo XX con gobiernos dictatoriales y militares.
El antiguo presidencialismo suponía una concentración del
poder y una centralización del Estado necesarias para fraguar
la unidad nacional. Con la democracia los caudillos ya no se
imponen, son elegidos. En el Presidente se fusiona todo el
poder del Ejecutivo y la representación de toda la nación. El
presidencialismo supone un excesivo poder personal pero un
frágil poder político.

Todos los gobiernos regionales dependen del gobierno central,
y toda la vida política y democrática del país se juega y se
apuesta en las elecciones, donde quien gana tiene todo el
poder y a quienes pierden, reducidos al triste destino de ser
oposición, no les queda más opción política que llegar a ser
alternativa presidencial al cabo de cuatro años. De ahí que la
mejor actividad de la oposición parlamentaria consistía en
generar el desgobierno del gobierno para protagonizar la mejor
candidatura en las próximas elecciones.

Esto tiene dos consecuencias perversas. En primer lugar, toda
vida política del país y actividad de los partidos se
parlamentariza, entra en una suerte de letargo legislativo, se
condena y ratifica en el Congreso; sólo cada dos o cuatro años
emergen los partidos sobre la línea de flotación de la
sociedad para organizar una nueva campaña electoral. Fuera del
Congreso los partidos no tienen otro escenario político. En
segundo lugar, todo el jugo y sustancia de la política
nacional se destila en la "pugna de poderes" entre el
Legislativo y el Ejecutivo. Una pugna encarnizada entre un
Legislativo marginado de todo poder de gobernar y un Ejecutivo
por lo general débil sin el cercano respaldo de fuerzas
políticas.

Por esta razón, el conflicto organiza el sistema político y
ello impide el desarrollo de una cultura política del
consenso, de los pactos y alianzas, de los acuerdos de
gobierno, de la concertación social. Ni siquiera los partidos
en la oposición logran más que treguas ocasionales, ya que en
cada pelea cada partido luchará por conseguir la mejor tajada
a costa de los demás.

El presidencialismo además de acumular y centralizar poder en
el aparato de Estado se presenta como principal responsable de
su voluminoso crecimiento. Como las políticas de los gobiernos
presidenciales son por lo general efímeras, en razón de su
rápido desgaste congénito, necesitan de mucha masa estatal
para gobernar, pero son incapaces de capitalizar la
inteligencia del poder que puede generar el Estado.

De otra parte, el presidencialismo pervierte la cultura
política del país e impide una cultura democrática al incurrir
en clientelismos personales y dejarse seducir por un
personalismo populista. Como el régimen presidencial es
políticamente tan débil, al no estar orgánicamente articulado
a la fuerza política de los partidos representados en el
Congreso, tiene que fomentar el nepotismo, rodeándose de los
amigos incondicionales que no siempre son los mejores
gobernantes ni los mejores políticos.

El presidencialismo conduce inevitablemente a una singular
teatralización de la política nacional, y se encuentra a la
base de la video-política y del Estado espectáculo; cuando la
figura del Presidente se funde con la del Jefe de Gobierno, el
marketing y la publicidad se convierten en la principal
política de gobierno.

Nuestras constituciones republicanas desconfían tanto del
régimen presidencialista, que casi todas ellas en América
Latina prohíben la reelección del Presidente. Y para un país
como el Ecuador cada cuatro años no es fácil improvisar un
presidente, cuando hubiera sido más fácil aprovechar la
experiencia de los pocos buenos gobernantes no para que
presidan la nación sino para que la gobiernen.

En fin, y esto es lo peor, por muy malo que se haya revelado
un Presidente con su gobierno, el pueblo tendrá que aguantarlo
los cuatro anos de su gestión hasta las nuevas elecciones. Más
fácil hubiera sido relevar de su cargo a un jefe de Gobierno o
Primer Ministro.

Ventajas del parlamentarismo

La crisis de gobierno en el régimen parlamentario se resuelve
con un nuevo gabinete o un nuevo gobierno; con el
presidencialismo las crisis de gobierno son crisis de Estado.

Hace más de medio siglo en su obra clásica "Capitalismo,
Socialismo y Democracia" (1942) Schumpeter desarrolló uno de
los primeros elogios del modelo parlamentario (aún
inspirándose en el ejemplo inglés que detestaba), "en
conformidad con el método democrático" y como el más capaz de
mejor gobierno. Ya que en dicho modelo la separación de
poderes entre el Ejecutivo, Legislativo y Judicial se
completaba al interior del mismo gobierno al separarse las
funciones representativas del Presidente y las de gobierno del
Primer Ministro, las del Congreso o Parlamento. El jefe de
Gobierno preside su gabinete presidencial, en el que es
"primo: inter pares".

El Jefe de Gobierno es elegido por la mayoría parlamentaria y
por un acuerdo de gobierno entre los partidos representados en
el Congreso. El gabinete de Ministros formado por el Jefe de
Gobierno es aprobado por el Parlamento; todo lo cual supone un
acuerdo de gobierno desde el mismo Parlamento y una garantía
de estabilidad. Garantía que incluso asegura mayor continuidad
entre las políticas de gobiernos sucesivos. No se da así lugar
a esos furores iconoclastas con los que un presidencialismo
destruye todo lo bueno y lo malo del precedente.

El parlamentarismo dignificaría, haría más responsable
competente y profesional la clase política y los partidos. En
este modelo el protagonista de la política es el partido, el
bloque político, su cohesión interna, donde no hay cabida para
el tráfico de camisetas o la venta de la filiación política al
mejor postor. De hecho todo nuestro régimen de partidos y aún
la misma Ley de partidos están deformados por la cohesión
presidencialista.

Dos peligros latentes en nuestras sociedades conjura con mayor
facilidad el parlamentarismo que el presidencialismo: la
tentación autoritaria, el auto-golpe y aún el golpe militar;
la tan primitiva y decadente personalización del conflicto
político.

Y contra la objeción de que el parlamentarismo supone una
mayor cultura política, se puede contestar que más bien puede
contribuir a desarrollarla, cosa que nunca conseguirá el
presidencialismo. Ya que "el presidencialismo, el sistema de
partidos y la democracia constituyen una difícil ecuación"
(Scott Manwering) que nadie se ha atrevido a despejar.

En fin, el parlamentarismo abre la vía a menos Estado y más y
mejor gobierno, menos Estado y más democracia, menos
democracia gobernante y más democracia gobernada.

*Director del Centro de Estudios Latinoamericanos (PUCE). (1C)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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