Quito. 12.02.92. Una riel de acero, capaz de soportar la ponderosidad de
la historia ha permanecido sólida y con permanente tráfico. La
notable obra de Pablo Palacio, la que guía el camino desde
Quito al infierno o al cielo.

Las largas cadenas de palabras, las frases que se han ordenado
en los libros, lo escrito, sigue derramándose como una pócima
que permite describir a la vida y al hombre.

Pablo Palacio, el lojano, ha confundido los elementos
ficticios con los reales. A pesar de cuanto se dice y se sigue
diciendo de Palacio: misterio, terror, placer, lujuria, amor,
vida, muerte, es el sadismo desbordante de esas líneas de "Un
hombre muerto a puntapiés" lo que provoca el obligado
desconcierto para sentir algo magnífico y placentero en el
lector, tal vez por la contemplación rencorosa que hay en
ellas.

El desconocimiento que nos depara el futuro ha hecho que se
refute la temporalidad y la existencia de los escritores. Bien
cabría partir del pensamiento de Montaigne para iniciarnos en
la locura palacina: "Yo me he investigado a mí mismo". Y, solo
así alguien podrá describir tan transparentemente los hechos
cotidianos y a la lujuria humana, no en la década de los
treinta no en febrero del 92, sino en el juego mágico de vivir
el presente en un libro inhóspito. Con el mismo realismo
social oculto, con la intensa soledad del sujeto que habita en
medio de las multitudes y que se asfixia con la soledad de sí
mismo.

¿Transformó, disvarió o creó una obra de arte Palacio en su
material literario? ¿Qué se mantiene con exagerada constancia
en las nuevas descripciones literarias que siguen a Palacio?
¿Influye o no el los vivos, o quedó para los muertos? ¿Palacio
está siendo o dejó de ser?. Mil brechas trazan breves pintazos
en el cuadro pictórico de un cuentillo de los 30.

Vale afirmar que las temáticas no existen, que se han
engendrado únicamente después de que las ficciones aparecen
como fetos en las obras de los escritores. Las teorías nunca
han estado, al menos como un camino ya construido al que
habría que someterse antes del acto, del coito de creación. Y
la metodología... más bien como un entremés, una ficción
onírica que conduce a un abismo constante de contraréplicas.
Así para crear es imposible dejar de amar y odiar. Crear es de
hombres. Crear es de dioses.

En algunas hojas de papel que fueron apuñaladas por la pluma
de Palacio, en el centro mismo del holocausto literario, en
donde se remuerde a las mentes que se sienten normales, se ha
notado al amante de las logias amargas. Al que duerme en las
mismas sábanas negras de la ironía y se cobija del humor
satánico.

La luz torpe de los sueños ha gritado una resurrección
constante que dice habita en las letras... escribe. Así lo
debió hacer el escritor, que se muestra opaco a posisiones
radicales de la crítica burda e insolente. Sí. Sí, medita
Nietzsche...los hombres póstumos -yo por ejemplo- son peor
comprendidos que los hombres actuales, pero mejor escuchados.
Con más rigor: nunca nos comprenden, y de ahí nuestra
autoridad".

Viajemos en el tiempo y acompañemos a la galería irracional
Palacina: "Soy el que perdió el sentido por saber que existe
la vida. Soy el escritor que viajó en tren y montó a caballo.
Muchas veces me pertenezco a los niños solitarios por haber
sido escondido en las faldas de seda de una brillante dama.
Soy el indigno hijo que engendró un cura de una provincia
lejana". No pudo llamar a nadie mamá, se escondió en la
inmisericordia de la sociedad pueblerina. Se dice que tuvo una
caída en un arroyo que fue muy grave. Se quedó loco por la
caída o por la gente? ¿Quién sabe?.

Con las cicatrices de aquella caída y la constante amargura
de ser hijo de cura pudo escribir:

Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente
sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas varillas
chocan estremeciéndose; como el romperse una nuez entre los
dedos; ­o mejor como el encuentro de otra recia suela de
zapato contra otra nariz!

Así:

­Chaj! (con un gran espacio sabroso sonaban los puntapiés)

­Chaj!

Originalidad y humor, burla irónica, así puede ser la
realidad.

Sus obras reflejan la posición del hombre de su época, víctima
de una sociedad pletórica de enajenación individualista.

1927 " Un hombre muerto a puntapiés", más tarde "La vida del
ahorcado", "El Antropófago", y siempre más originalidad
relatista. El humorismo titánico siempre en la mirada
diseccionadora del detalle descriptivo de Palacio.

Palacio guarda un estrecho parentesco entre su vida y los
personajes de sus obras. Octavio Ramírez, Nico Tiberio, el
antropófago. Describen al personaje de carne y hueso, al
creador del planetario magnético, a la realidad circundante,
al sujeto aislado, al genio incomprendido.

La densidad expresiva del lenguaje de Palacio puede ser muy
corta. Pero Palacio no es tan simple, no puede reducirse a
fáciles y externas interpretaciones cuerdas. Va más allá, y a
mi juicio ni siquiera sé en que nivel de las categorías
teóricas se podría ubicar para viajar con Palacio en el mundo
abierto y realista de sus libros, pese a que en él ya se
ubican las ya mentadas aplicaciones de intención, de sentido o
si se quiere, de actitud ética fundamental, que tantas
polvaredas han levantado sus críticos.

"Palacio pretendía desenmascarar las grandes y solemnes
realidades que han sido confundidas con la realidad", dice
Fernando Tinajero en el medio del bullir de los críticos
inquietos. "Palacio alcanza a desmistificar las realidades
cotidianas restituyéndoles la inesperada grandeza que se
oculta bajo su propia mezquindad".

Todos los hombres encontramos en la vida: el amor, la lealtad,
la muerte, Dios y la locura. La ternura que se nutre de
soledad e incertidumbre y que nos pone al borde de las
lágrimas que es como decir al borde de nosotros mismos.

No fue Palacio quien inventó la palabra realismo en la
literatura; pero sin él, ésta solo habría sido una palabra
vacía. La actividad cultural de los años treinta en el Ecuador
se entiende no en los discursos culturales que hablan de un
país como el nuestro para tajar la sociedad y proclamarla en
denuncia, dentro de un lapso definido; por el contrario
implican entender lo que allí dicen los sujetos, pero además
lo que hacen y lo que callan.

Heinrich Heine, bien lo decía: "­Extraño capricho del pueblo!
Exige su historia de la mano del poeta más que del
historiador.
EXPLORED
en Ciudad N/D

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