Cuenca. 20 sep 98. En la última fotografía de su vida, Daisy
Arévalo Pacheco tiene la mano derecha en la cintura y la
izquierda roza levemente un sombrero blanco, de ala ancha. La
chica viste una falda clara y una chaqueta verde del colegio
femenino "Ciudad de Cuenca". La mirada de Daisy expresa el
regocijo de los 16 años y una sonrisa delata el buen momento
que pasaba. La imagen se completa con un paisaje lejano,
fijado en la pared del estudio de fotografía: una mata de
cucardas rojas y un bosque de sauces.

El uniforme de gala que Daisy usa en la foto pertenece al Club
de Protocolo del mencionado colegio, en el cual la muchacha
cursaba el tercer año. Daisy fue una de las alumnas más
entusiastas del Club. Era alegre y le encantaba participar en
fiestas y en reuniones sociales, sobre todo el 20 de abril,
aniversario del colegio.

Lola Arévalo, tía de la chica, lleva la foto a todo lado.
"Quiero que la finadita me acompañe", dice la mujer robusta,
de mediana edad, que no ha dejado de llorar por la ausencia de
la sobrina.

En la parte posterior de la imagen se lee: Foto Estudio la
Prensa, 21 de mayo de 1998. Dos meses después, el domingo 19
de julio, Daisy Fernanda Arévalo Pacheco desapareció de la
casona de la calle Padre Aguirre 11-84 y Sangurima, en pleno
centro de Cuenca, donde pasó los últimos cuatro años con Julia
Pacheco, la madre; Marisela Arévalo, la hermana, y Giovanny
Campoverde, el cuñado. A raíz de la desaparición de la
muchacha, Julia Pacheco y Marisela Arévalo dejaron anuncios en
la prensa local, en radios y en hojas volantes. Marisela y
Giovanny Campoverde Encarnación, su esposo, conservan la
última visión de Daisy: la vieron salir a las 14h30 del 19 de
julio vistiendo jean, saco tomate, chaqueta verde y zapatos
cafés. La muchacha dijo que iba a estudiar matemáticas,
asignatura que no aprobó, en la casa de su amiga Maribel
Brito, quien vive en el barrio Monay.

En la mañana del 17 de julio, Julia Pacheco había viajado a
Machala en compañía de su amigo Pedro Alfredo Ochoa, un hombre
de 50 años que es propietario de un camión Mercedes, modelo
1981, que se dedica a traer cartones de las bananeras para
reciclarlos en la fábrica Cartonex de Cuenca. Pacheco
aprovechaba estos viajes para adquirir plátano verde, producto
que vendía en las calles de Cuenca y en los pueblos vecinos
como Rancar y Sinincay. La madre retornó a las dos de la
madrugada del lunes 20 de julio. Por ello, la muchacha quedó
bajo la custodia de Giovanny y Marisela, quienes admiten que
el domingo, día de la desaparición, pasaron entre las 15h00 y
18h15 en la casa de Melva Encarnanción, madre de Giovanny. La
vivienda está en el barrio Juan Pablo II, un sector suburbano
del occidente de Cuenca. Campoverde explica que todos los
domingos suelen ir a esa casa y el 19 de julio no fue la
excepción.

"Mis hermanos son testigos de que pasamos allí y alrededor de
las 18h15 retornamos al departamento de la Padre Aguirre",
dice Campoverde, un joven de 20 años, alto y trigueño.
Marisela Arévalo precisa que al retorno tomaron un bus de la
cooperativa Ricaurte pero Daisy ya no estaba. La muchacha se
esfumó de la tierra.

El lunes 31 de agosto pasado, María Narcisa Aucapiña, empleada
de la familia, halló un cadáver en el ático de la casona.
Habían pasado 44 días y los restos estaban descompuestos: la
muerte cumplió su cometido borrando la sonrisa y la mirada de
Daisy.

Es mediodía del martes 8 de septiembre. Apenas ha pasado una
semana del hallazgo del cuerpo y en la casona se respira un
aire de desamparo. La fachada de la vivienda de tres pisos es
blanca, con tres ventanales superiores y tres puertas
inferiores de tono ocre. Las dimensiones: una fachada de 25
metros de frente y 450 m2 de construcción. Hay un anuncio
junto a la única puerta abierta: "Philips, se arreglan cocinas
de marca".

Al frente, una peluquería y un sinfín de tiendas y pequeños
restaurantes. Por un zaguán de baldosas amarillas y rojas se
llega al portón que comunica con un patio de adoquines grises,
adornado con cuatro macetas de geranios rosados.

Una pequeña estampa pegada a la parte superior del portón
tiene una leyenda: "Somos católicos convencidos. No nos vamos
a cambiar. Seremos católicos hasta el final. No queremos
discutir. Por favor respete nuestra fe. No insista. Gracias.
(Virgen de Guadalupe, Patrona de América Latina) ".

Apenas se encuentran dos de las cinco familias que residen en
la vivienda de estilo colonial, de principios de siglo. Un
salón del primer piso pertenece al grupo carismático católico
"María Auxiliadora". En la penumbra se distingue a una estatua
de Jesús de túnica roja. Dos fieles acomodan las bancas.
"Desde hace 25 años esta ha sido nuestra casa de oración",
dice una mujer, que prefiere guardar su identidad.

María Natividad Espinosa, de 60 años, abre con discreción una
ventana de su departamento de la segunda planta. "Aquí he
vivido 40 años y nunca ha pasado algo tan triste como
aquello", dice. La anciana se santigua sin quitar la mirada de
una puerta apolillada que conduce al ático del tercer piso.
"Ese es el espacio del miedo y del pecado", afirma la mujer, y
se pierde por un oscuro pasillo.

Dos figuras de negro cruzan con sigilo el patio de geranios.
No quieren hacerse notar y más bien parece que intentaran
esfumarse en las sombras de los cinco cuartos de la planta
inferior. Las dos mujeres suben por las gradas de madera que
crujen. Abren la puerta del tercer piso y un olor a naftalina
sale de los cuartos. La mujer bajita y morena es Julia
Pacheco, madre de Daisy, y la más alta y rolliza es Lola
Pacheco, la tía. Julia cumplió 50 años y Lola 46. No querían
volver al departamento. Preferían olvidar la pesadilla. Pero
la premura por ordenar las cosas de Daisy las obligó a abrir
la sala y las cuatro habitaciones por las que pagaban 370 mil
sucres mensuales a María Teresa González, pariente de Teresa
Vélez, la dueña de la casona, quien al parecer reside en
República Dominicana.

Las mujeres queman romero y ruda en una maceta para que se
vaya el mal aire, "para que la atmósfera pesada se vuelva
tibia y liviana", explica María Augusta Pacheco, una chica de
22 años, prima de Daisy. El humo que se expande por el tumbado
de la sala sube hasta el sitio donde yacía el cadáver, en la
mitad del ático, localizado arriba de las habitaciones de
Marisela y Geovanny.

En el sencillo salón del departamento, los muebles cafés de
cuero sintético están desordenados. Un ramo de flores de
plástico ocupa la mesa central. Se ve una refrigeradora
mediana, un armario y una cama de metal. En un cajón de
cartón, que está encima de la cama, se aprecian los peluches
más queridos de Daisy: un ratón Mickey, una muñeca, una
diminuta coneja de vestido lila, estática en un paso de
ballet. En la caja se ve un Manual del Devoto del Santísimo
Sacramento, escrito por el obispo Federico González Suárez.
"El libro pertenecía a María Senaida Vera", una viejita que
vivía en la casa y quien era muy amiga de Daisy", expresa Lola
Pacheco. También se encuentran un par de zapatos deportivos y
una foto a color con los hermanos de Daisy que emigraron hace
tres años a los Estados Unidos: Jorge, Marco, Luis, Mónica,
Ruth, Marcelo y Diego. Angel Arévalo, el padre de Daisy,
también viajó a ese país en la misma época de sus hijos.

Un reloj de pared de marca Bell señala las 14h00. "Daisy me
decía que nunca me va a abandonar, ella anda conmigo, a veces,
cuando estoy sola, siento que pone su mano en mi hombro",
manifiesta Julia Pacheco, quien levanta su vista al tumbado,
el sitio donde estaba el cadáver.

"Quizás nunca hubiésemos encontrado a Daisy porque al ático
nadie sube. A veces creo que el mismo espíritu de la finada
delató la presencia del cuerpo en ese lugar frío y oscuro",
recuerda Lola Pacheco. En la mañana del domingo 30 de agosto,
un líquido de color amarillo similar al aceite casero empezó a
caer del tumbado hasta el centro de la sala.

En el piso de madera todavía se ve una mancha. A pesar de que
Julia limpiaba, la mancha persistía y creyó que quizá Marisela
había regado algún líquido. La hija lo negó. El domingo en la
tarde otra vez apareció el líquido turbio. Julia Pacheco
limpió la mancha con un papel periódico y recién cayó en
cuenta que unas gotas chorreaban del tumbado.

Un presentimiento de pavor, como un ave de mal agüero, nubló
su mente pero enseguida se tranquilizó pensando que en el
ático estaba un animal muerto.

La tarde del domingo 30 de agosto, Julia pidió a Marisela y a
Giovanny, el yerno, que le acompañasen al ático de las
sombras. El grupo, provisto de una vela, subió las diez
primeras gradas. Se detuvo a la entrada. A la izquierda, al
fondo de un pasillo de cinco metros, vieron una pared sucia y
a la derecha se dibujaba el ático, de techo de carrizo, de
diez metros de largo por tres de ancho, un cuarto lúgubre que
ocupa prácticamente todo el tumbado del ala sur del tercer
piso. Los visitantes no se percataron del bulto porque estaba
tapado con una colcha verde de fleco y fragmentos de viruta de
madera. Un olor insoportable les golpeó en el rostro. No
avanzaron más. Julia Pacheco menciona que Giovanny Campoverde
pidió dejar la revisión para el otro día. Así lo hicieron.

Las gotas no dejaron de caer en la noche del domingo y en la
mañana del lunes María Narcisa Aucapiña, la empleada que
cuidaba a la única hija de Marisela, una pequeña de apenas
diez meses, decidió subir al ático. Esta vez, Narcisa llegó al
fondo del pasillo, giró a la derecha y llegó hasta el bulto,
arrinconado contra la pared, casi en el centro del cuarto.
Ayudada por la luz de la vela retiró la cobija verde y se
encontró con el rostro del espanto: la parte izquierda de la
cara de Daisy estaba negra y desfigurada y la piel era similar
a la de un pergamino arrugado. Aucapiña huyó del lugar.

No permitió que Julia Pacheco subiera y más bien la consoló
diciéndole: "Es la voluntad de Dios, no queda más que
resignarse". Julia se desmayó. A las 10h00 la familia comunicó
a la OID.

El cabo Miguel Once subió al ático y constató que Daisy no
vestía la ropa con la que desapareció. Más bien llevaba un
calentador verde en el que resaltaban tres letras blancas:
CCC. El pantalón había sido bajado a la altura de los muslos,
un brasier de color perla, talla 34, pendía del hombro
izquierdo. El brasier tenía una rosa roja bordada en el
centro.

Ese detalle sirvió a Marisela para reconocer el cuerpo de la
adolescente. Junto al cadáver, el cabo Once halló una
cartuchera calibre 410 y un preservativo. "No hay duda que
hubo un componente sexual a la hora del crimen", afirma el
policía. Los médicos Homero Ledesma y Manuel León confirmaron
que Daisy murió de asfixia por sofocamiento, pues "se aprecia
la infiltración hemorrágica en los tejidos vecinos a los
orificios respiratorios y pared lateral izquierda del cuello,
así como congestión tráqueo bronquial".

Cae la tarde del martes 8 de septiembre. Desde el tercer piso
se ve un cielo plomizo que amenaza lluvia. De un departamento
del segundo piso se oye nítido el piano de Richard Clayderman.
La música proviene del departamento que ocupa la familia León
Quezada: Fabiola y Paúl, hermanos, y Nora, la madre. En el
tercer piso se quedan las hermanas Pacheco arreglando la ropa
de Daisy y recogiendo las cosas. Fabiola León admite que en
sus 18 años de vida nunca tuvo una sensación de vacío y pesar
cuando supo que el cadáver de Daisy permaneció 44 días
escondido en el ático. "De pronto, a medianoche, el aire se
volvía podrido, era un olor de flores descompuestas".

La desazón aumentó cuando quince días antes de que Aucapiña
hallase el cadáver empezaron a caer gusanos blancos, parecidos
a los que crecen en el maíz. "Los bichos caían en el rincón de
los platos de nuestra cocina". Luego Fabiola supo que el
cuerpo de Daisy fue depositado en el fondo del ático, en un
hueco que queda justo a la altura de la cocina, 15 metros
arriba. "Una semana antes del 31 de agosto, los gusanos
dejaron de aparecer. Entonces en la OID nos comunicaron que el
cuerpo fue movido al centro del ático. Quizá el asesino supo
que los gusanos caían.

Un haz de luz de la linterna muestra un tumbado de carrizo,
paredes de adobe, un cinturón de hombre, unas botas de caucho,
tres neumáticos, papeles olvidados y muñecas desechas.

Al fondo, en el hueco, se aprecia un mechón de pelo castaño,
incrustado en una de las dos tablas que acogieron el cuerpo de
Daysi.

La familia

Un hogar disuelto por la migración

No hay vueltas que darle. Estoy seguro que el asesino se
encuentra en la propia casa. Si me equivoco me voy de la
Policía". Quien afirma esto es el mayor Oswaldo Aguilar, jefe
de la OID de Cuenca.

La investigación recién comienza y Aguilar está seguro que la
oficina a su cargo dará con el o los culpables. Aguilar
sostiene que el asesino conocía perfectamente "el teje y
maneje de la casa y, obviamente, sabía de la existencia de un
ático oculto".

A las familias de la casona les sorprendió la existencia del
ático. Por ejemplo, los Quezada León nunca se imaginaron que
había el cuarto secreto. El cabo Miguel Once, quien está a
cargo de la investigación, explica que es difícil creer que un
extraño victimó a Daisy, tuvo tiempo para cambiarla de ropa,
subir al ático y dejar el cadáver. Además, si fuera un
extraño, ¿cómo pudo mover el cuerpo al centro de la buhardilla
una semana antes de que lo hallen? Posiblemente se enteró que
los gusanos caían a la cocina de los León y decidió cambiarlo
de lugar. Once, quien siempre porta su Smith & Weisson de
dotación, tampoco deja suelto el detalle del calentador verde
que vestía la chica. Julia Pacheco recuerda que su hija
utilizaba el calentador para dormir y la cobija verde que
envolvía el cuerpo siempre estaba debajo del colchón de la
cama de Daisy. ¿La chica murió en la noche?El cabo Once
prefiere no adelantar nada. Más bien no deja de evocar las
imágenes que le atormentan: el cadáver estaba tapado con una
estera y un cartón viejos, parecía una muñeca rota. En las
dependencias de la OID se encuentran en prisión preventiva
Giovanny Campoverde, cuñado de Daisy Arévalo, y Pedro Alfredo
Ochoa, amigo de Julia Pacheco, madre de la fallecida.

El mayor Aguilar dice que el hogar de los Arévalo es un típico
caso de disgregación familiar que ha traído la emigración a
los EE.UU.

A ese país primero arribaron los hermanos de Daisy, después
fue su padre, Angel Arévalo.

Julia Pacheco viajaba con frecuencia a Machala y la custodia
de Daisy estaba a cargo de Marisela Arévalo y de Giovanny
Campoverde. Pedro Alfredo Ochoa afirmó que la relación entre
Daisy y Giovanny era muy tensa porque el cuñado siempre
utilizaba la ropa que el padre de la chica le enviaba de
Estados Unidos. Lo mismo afirma el cabo Once. Hace una semana
Marta Fierro, ex conviviente de Marco, un hermano de Daisy,
declaró en el Juzgado Cuarto de lo Penal de Cuenca que
Giovanny Campoverde entraba a la habitación de Daisy para
tratar de observarla cuando se cambiaba de ropa. En su
testimonio, Fierro admite que el joven la amenazó con una
pistola. Eso ocurrió hace un año. Campoverde, visiblemente
molesto, insiste en su inocencia. "La Policía, cuando me
detuvo por primera vez, comprobó mi inocencia. Soy inocente y
mi madre y mis hermanos son testigos de que pasé con ellos
cuando Daisy desapareció". Hay otros detalles: mientras Daisy
se esfumó, su cuarto fue arrendado a dos chicas y la madre
puso candado en las gradas del ático. "Lo hice para ocultar en
las primeras gradas la ropa de mi hija".

Julia Campoverde manifiesta que en estos días ha mantenido
serias discrepancias con Marisela, la hija, y siente temor.

El personaje

Una chica fascinada por la música

Daisy Arévalo Pacheco era una muchacha alegre, le encantaba
bailar y escuchar música. Luis Miguel era su artista favorito.
Pero igual disfrutaba escuchando pasillos, baladas, cumbias y
rock. Lola Pacheco no olvida un rasgo que definía el carácter
de la chica: cuando sonaba la música todos debían salir a
bailar, no le gustaba ver a la gente desanimada y sin ganas de
disfrutar.

El pasado 20 de abril, cuando se casó Ruth, hija de Lola,
Daisy fue una de las chicas que más animó la fiesta. Cristian
Cobos Rodas, ex novio de Daisy, en una declaración ante la
OID, admite que solían bailar en la discoteca Romances, de las
calles Sucre y Vargas Machuca.

Julia Pacheco afirma que su hija incluso bailaba con ella.
"Mamita, venga a bailar conmigo", son las palabras que
recuerda Julia. En el Colegio Ciudad de Cuenca, del barrio
Virgen del Milagro al oeste de la ciudad, las compañeras de
Daisy se aprestan a obtener la matrícula para cuarto curso.

Maritza Carvajo lamenta que el pupitre de Daisy esté vacío.
"Junto a ella se sentaban las amigas preferidas: María Caridad
Calle, Maribel Brito, Nancy Arévalo y Priscila Alvarez".

Carvajo dice que Daisy quería mucho al padre que reside en
EE.UU. "Siempre le recordaba y uno de sus sueños era viajar a
ese país para encontrarse con el padre". Rosa Sinchi,
orientadora vocacional del colegio, menciona que Daisy Arévalo
era una alumna regular. "Fue una chica tranquila. Nunca tuvo
líos con nadie. En este año no aprobó tres materias:
Matemáticas, Inglés y Ciencias Naturales. Los supletorios
debía dar a finales de julio".

Rosa Sinchi revisa los diversos exámenes que aplicó Daisy para
perfilar la futura carrera. "Quería seguir secretariado porque
era apta para ciencias sociales. Alguna vez soñó con trabajar
en una buena empresa de Cuenca; sin embargo, el viaje a los
Estados Unidos era otra opción de destino".

El Colegio Ciudad de Cuenca es uno de los más prestigiosos de
la ciudad. Allí estudian 1.500 chicas que desde cuarto año
pueden escoger químico-biólogos, sociales, secretariado
bilingüe y contabilidad. Rosa Sinchi también explica que Daisy
Arévalo no tuvo problemas por faltas y tampoco por
rendimiento. Por su carácter extrovertido formó parte del Club
de Protocolo al cual accedían las muchachas altas y
simpáticas, dispuestas a animar las reuniones sociales.
Marisela Alvarado, madre de María Caridad Calle, afirma que
Daisy era una chica guapa y responsable. "Con mi hija iban a
jugar basquetbol en el parque San Marcos, al norte de Cuenca,
nunca andaba metida en líos".

Rosa Sinchi admite que la ausencia de los padres es un serio
conflicto que ocurre en el Azuay. "Cientos de padres de
familia emigran a EE.UU. y a otros países en busca de un
destino mejor y los chicos se quedan con los abuelos. Esta
situación produce una falta de control y una carencia de
identidad, de protección, sobre todo en la adolescencia".

La calle "Remigio Crespo Toral", una de las preferidas por los
jóvenes, es el sitio para la tertulia. Pero es común observar
a los muchachos consumiendo licor. Rosa Sinchi subraya que a
pesar de que el padre de Daisy estaba lejos, la chica no cayó
en excesos y más bien conservó un sentido vital.

El mito

La ciudad se desdibuja en el miedo

Los crímenes en Cuenca espeluznan. La ciudad ha dejado de ser
tranquila y conventual para convertirse en una de las más
inseguras del país. Eso cree el mayor Oswaldo Aguilar, jefe de
la OID. "En Cuenca estoy apenas un mes y no ha existido un día
en que no se hayan producido asesinatos de niños, jóvenes y
viejos".

El mayor Aguilar ve en la disolución familiar, causada por la
emigración de los azuayos a otros países, una de las causas de
tanta desestabilización. "A esto se suma la presencia de
peligrosos delincuentes que no pueden cometer sus fechorías en
otras ciudades y escogen Cuenca como centro de operaciones".
La OID de Cuenca apenas cuenta con 29 policías para una
población de 400 mil personas, pero no es una queja, hay que
seguir actuando".

En los últimos seis meses en Cuenca hubo 482 intentos de
suicidio, 35 niñas fueron abusadas sexualmente en Azogues,
ocho escolares fueron violados y José Zhañay, un muchacho de
19 años, fue cremado.

Monseñor Alberto Luna Tobar, arzobispo de Cuenca, admite que
es penosa la falta de valores entre los jóvenes de Cuenca.
"Hace falta una nueva forma de educar, que tenga en cuenta a
la solidaridad, a la nobleza y a la valentía". Monseñor
también habla de la dispersión de los hogares cuencanos por la
ausencia de los padres. "Los jóvenes tienen el alma presionada
por una educación opaca y por la percepción de obtener una
riqueza falsa y rápida". Carlos Rojas Reyes, filósofo,
profesor de sociología, precisa que la pobreza y la violencia
están relacionados. La visión que tiene Rojas Reyes es la
siguiente: "Cuenca recibe la migración de provincias aledañas
de las zonas rurales del cantón y ejerce una presión sobre el
entorno social. Otro factor que influye es la falta de una
trama social organizada suficientemente fuerte que pueda
amortiguar la violencia. La violencia está ligada directamente
al hecho de una una sociedad extremadamente individualista, no
hay un sentido colectivo de ciudadanía, y se ve, en todo, que
es una ciudad de nadie. Mientras no me toque no es conmigo,
cada uno vive por su cuenta. Comparativamente al tamaño de la
población, Cuenca es extremadamente más violenta que
Guayaquil: en una investigación entre estudiantes de la
Escuela de Economía de la Universidad de Cuenca más del 90% de
personas había sufrido o presenciado un tipo de violencia. La
violencia es una experiencia colectiva pero completamente
oculta bajo un discurso de ciudad pacífica y calmada, pero
este es uno de los tantos mitos de la ciudad. Es nuestro
interés decir que es una ciudad pacífica, pero es una ciudad
violenta desde hace mucho rato, pero es un fenómeno oculto,
solo sobresalen los hechos más sensacionalistas, pero no son
noticia los asaltos en los buses. Hay más situación de
violencia en los buses de Cuenca que en Quito. Es una sociedad
violenta donde la violencia no se habla, no se discute, no se
nombra, no se muestra. Cuenca es una ciudad que vive de mitos,
uno de ellos es la Atenas del Ecuador, hay mucha cultura pero
hay una crisis de la cultura.

Cuenca ya no es una ciudad conservadora, muy a pesar que los
medios de comunicación y los líderes de la opinión lo sean, la
nueva generación es mucho más abierta". Redacción Cuenca
(Texto tomado de El Comercio)
EXPLORED
en Ciudad Cuenca

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