Quito. 29.02.02. Gastón Fernández comienza a hablar de
Guayaquil y se detiene largo en el amor. Y en el honor. Como
si lo uno y lo otro estuvieran íntimamente entrelazados.
El amor, claro, sin música no es amor. Y yo le pregunto sobre
los lagarteros y él me habla de los serenos, que marcan el
origen de todo. Y me habla también de un Guayaquil romántico
que ya no existe, borrado por el vértigo de su crecimiento.

-Los lagarteros -dice- eran los músicos que se situaban en las
calles Santa Elena, Vélez, Aguirre, Clemente Ballén. Estaban
a la expectativa de aquel que quería dar una serenata. El
grupo se componía de dos guitarristas y un cantante. Ahí
nacieron una serie de figuras.

-¿J.J.?

-No, él no salió de ahí, pero sí anduvo con los lagarteros. Y
también Safadi. Y el pollo Ibáñez. J. J. comenzó a cantar en
una peluquería del maestro "ama, que tenía su local en 9 de
Octubre y Chanduy. Allí los clientes se hacían el pelo
mientras Julio cantaba. En su época de oro, un día se sintió
pelón mientras estaba en Buenos Aires. Cogió un avión, se
vino a Guayaquil para que "ama le arreglara el cabello y
enseguida regresó a Argentina. Así era J. J.

-Volvamos a los serenos.

-Se interpretaban solo tres piezas, nada más. Tres. Y todo
terminaba. La única que se quedaba era la luna, que alumbraba
la noche con la misma intensidad con que el corazón de la
mujer latía.

-¿A guitarrazo limpio?

-Y a veces a pianazo. Quien cargaba el piano de aquí para
allá para dar sus serenos con ese instrumento se llamaba
Carlos Coello Valdez.

-A ver, le digo. ¿Y qué tiene que ver la música con los
duelos?

-Que éstos eran también parte del romanticismo, esa cosa que
se ha ido desvaneciendo con el tiempo. Los duelos servían
para lavar el honor, según las más estrictas reglas del Código
de Cabriñana.

-¿Y tú viste duelos?

-Dos. Uno de ellos, por un sereno. La persona afectada creyó
que no era conveniente que dieran sereno a alguien de su
familia, y mandó, por medio de sus padrinos, a dasafiar al
serenatero.

-¿Y el otro?

-Por faltar al respeto a una dama. Los duelistas se batieron
en un terreno que quedaba al sur de la ciudad. El arma
escogida fue el sable. El duelo fue a primera sangre: las
primeras gotas derramadas lavaban la ofensa. Pero esos
duelistas a los que me refiero ya iban como por la décima
sangre y nadie los podía separar. Los padrinos se sacaban los
sacos, se los tiraban encima y ellos nada. Seguían. Y
seguían. Se hicieron leña. Ambos tuvieron que ir después a
la clínica.

-Cuéntate otro.

-Yo era muy chico. Mi familia vivía en la calle Chanduy,
entre Clemente Ballén y Aguirre, al lado del diario La Prensa.
Había un señor, de apellido Bolaños, que usaba en sus escritos
el seudónimo de Sansón Carrasco. Un día calificó a unos
deportistas como "manada de borregos castrados". El
presidente de la Federación Deportiva del Guayas, que era nada
menos que el doctor Armando Pareja Coronel, saltó en defensa
de los de su gremio y mandó sus padrinos a Bolaños, que no
tenía idea de duelos y esas cosas. Bolaños, vecino de nuestra
casa, nombró padrino a mi padre. Uno de los dos padrinos del
doctor Pareja era el doctor Abel Gilbert Pontón. Mi casa, con
esto, fue un revuelo. La cita fue pactada. Se escogió un
sitio en la Atarazana como el lugar del encuentro. Las armas
seleccionadas fueron las pistolas. La hora: 6 de la mañana.
Todo era misterio. Y silencio. Llegó el juez nombrado por
las partes. Y llegó el médico que, en caso de que se
produjera una muerte, tenía que certificar que el
fallecimiento había sido casual, en vista de que en nuestro
país el duelo siempre fue ilegal. Disparaba primero el doctor
Pareja, alzó la pistola y ­pum! El tiro cayó a pocos
centímetros de la pierna de su contrincante. Bolaños esperó
impasible. Y, cuando le tocó el turno, apuntó al cielo y
lanzó la bala a las nubes, como una señal de que reconocía la
ofensa que había cometido y que con esa acción tan
caballerosa, quedaba reparada.

-Uno más.

-Notable. Pero este no fue en Guayaquil, sino en Quito y entre
quien, a la época, era el teniente coronel Alberto Enríquez
Gallo y don Adolfo Gómez y Santisteban. El uno, comandante
del regimiento Yaguachi y el otro senador de la República.
Don Adolfo, en el Club Pichincha, se puso a despotricar contra
los militares, sin darse cuenta de que en la mesa contigua
estaban tres oficiales que, con una moneda, sortearon quién
obligaría al ciudadano que tan mal se expresaba de la clase
uniformada, a reparar la ofensa. La "suerte" correspondió a
Enríquez Gallo quien se levantó, le entregó su tarjeta y pidió
que nombrara a sus padrinos. Gómez escogió a Rafael Dillon
Valdez. La cita era a las 6 de la mañana en La Magdalena. El
arma, la pistola y las reglas estipulaban que cada
contendiente tendría derecho a disparar tres tiros, en vista
de la gravedad de la ofensa. La distancia: 25 metros.
Enríquez tenía fama de tener una puntería muy certera. De los
tres disparos, a Enríquez no le salieron dos, que se pasmaron.
A Gómez, se le pasmó uno.

-¿Y?

-No se hierieron pero era imponente la lección de valentía que
dieron los dos, parados frente a frente, esperando.

-Se reconciliaron?

-No.

-Cuéntate el últimito

-También involucra a otro periodista que se expresó mal contra
los aviadores, uno de los cuales quiso reparar la ofensa. Sin
embargo, el duelo se diluyó. El agravio parecía que había
quedado en el olvido. Pasaron como tres años y nada. Un día,
en Salinas, se volvieron a encontrar los contendores y se
pactó el duelo. La cita quedó para las tres de la mañana,
trás el cementerio de La Libertad. El arma: sable. A la hora
fijada, el aviador no concurrió, aduciendo el cumplimiento de
una orden superior que le obligaba a trasladarse a Cuenca. En
su lugar tuvo que batirse su padrino, que ni siquiera sabía
cómo coger el sable. El otro le pegó dos planazos y así
terminó todo.

A la conclusión a la que llego después de oír a Gastón todo lo
que le oigo, es que ser periodista era peligrosísimo. Y ser
enamorado, también. Qué suerte que ya pasaron esas épocas. (3C)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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