Quito. 01.04.94. Desde la casa de Eduardo Kingman, en San Rafael
a pocos kilómetros al sur-este de Quito, se ve al fondo el azul
cenizo de las lomas de Puengasí, contra las que se recorta el
perfil de la iglesia llamada del Señor de los Puentes que se
halla al otro lado del río San Pedro el cual bordea la propiedad
del pintor. A la orilla, y algunos metros bajo el gran ventanal
del taller, hay una arboleda de donde suben el canto de los
pájaros y el vuelo de las mariposas. En la casa, llena de
cuadros, de antigüedades y de libros, hay un silencio acogedor;
solo el pintor se mueve por ahí; las gentes del servicio se
hallan en otras dependencias y Bertha, la esposa, ha salido
dejándonos solos.

El artista, que cumplió en febrero ochenta y un años, está
cansado de entrevistas, y yo mismo le he hecho tres o cuatro; de
tal manera que ya no hay preguntas que no hayan sido satisfechas,
ni nuevas respuestas. Nos sentamos a ver caer la tarde, a tomar
café y a conversar, nada más.

Está muy ufano del Premio Gabriela Mistral que acaba de
conferirle la OEA, "a pesar de que había otros candidatos
excelentes", dice con un jubiló casi infantil que nada tiene que
ver con la vanidad. Recuerdo, a propósito, que en otra
oportunidad me revelaba con la misma actitud, que la Enciclopedia
Monitor le había destinado un espacio importante. "­Fíjate que me
han tomado en cuenta!", añadió, como si no estuviese consciente
de lo que significa su nombre. Y desde luego no es pose; tanto
que alguna vez afirmó que no estaba seguro de ser un buen pintor.
Lo mismo que Papini le hizo decir a Picasso en una entrevista
imaginaria.

Juguetean en el taller un par de perros french poodle, que son
los mimados del artista: Ficha y Chicle. "No hacen travesuras les
defiende, aunque a veces se orinan por aquí, y entonces la Bertha
pone el grito en el cielo..." Como si entendieran que su amo está
hablando de ellos, los animalitos le hacen gracias y después se
acomodan en el piso y simulan ser dos figuras de felpa.

El pintor fuma mientras habla y cuando enciende el tercer
cigarrillo le pregunto si, por su enfisema, no le ha prohibido el
médico. "Cuando uno ha vivido tanto ya no tiene caso prohibirle
nada -responde-. ­Qué más da!". Y se queja de que hay ahora una
especie de fobia contra los fumadores: "Nos discriminan como si
fuéramos apestados", protesta, acompañando sus palabras con un
elocuente gesto de las manos. Reparo entonces en esos dedos
enormes y nudosos, los mismos que están en casi todos sus
cuadros.

-Lo que no tolera mi mujer es que beba- me confía. Eso la saca de
casillas. Dice que ya he bebido demasiado, y es cierto, porque
sobre todo en mi juventud tomé mucho; era un bohemio a tiempo
completo, que compartía las madrugadas con gente de rompe y raja
como Raúl Andrade, Pablo Palacio, el "monstruo" Paredes, Enrique
Guerrero, en fin... Felizmente con el matrimonio, ya maduro, a
los 35 años, mi mujer logró apartarme, ­con qué trabajo!, del
trago. Me iba a sacar de unas cantinas de mala muerte, ella,
Bertha Jijón Ante, de lo mejor de Quito. ­No tienes idea de cómo
era eso!

- Bertha tiene fama de ser muy dura -me arriesgo, y dicen que
nunca ha vacilado en echar de la casa con cajas destempladas a
tus amigos cuando le caen mal...

- Hay mucho de cuento en eso- me interrumpe, tú sabes cómo es la
gente para inventar historias a partir de cualquier hecho; aunque
ciertamente ella tiene su carácter, y se han dado casos...

El ambiente huele a trementina y a aceite de linaza, que usa el
pintor. Veo en la paleta pigmentos frescos, del café al blanco,
pasando por el violeta, el rojo, el naranja, el amarillo, el
negro y el verde, en este orden. Le insinúo que siga con el
cuadro que se halla en el caballete, cuyo trabajo suspendió a mi
llegada. Kingman gira sobre el asiento ubicado frente al lienzo y
toma un pincel grueso. Sin prisa mezcla los colores para obtener
un rojo terroso, que aplica sabiamente en la tela, de la cual va
emergiendo un rostro de mujer campesina: ella mira sin ver con
unos ojos que no son sino unas cuencas oscuras, sin pupilas, pero
que dejan adivinar un estado de ánimo como de ausencia. Tiene con
sigo, estrechándolo contra su vientre, a un niño que así mismo,
poco a poco, va tomando formas, según el artista lo va sacando
del limbo donde estaba.

Le pregunto si no teme repetirse, porque el asunto de la
maternidad resulta reiterativo en su pintura, y él acepta que sí,
que se repite, que tiene que repetirse. Pero me invita a ver unas
obras que nadie ha visto todavía, y descendemos a una habitación
bajo su taller. Allí me encuentro con una serie de desnudos, de
cuya existencia, ciertamente, no sospechaba: mujeres solas y
parejas en trance de beso o de caricia; manos masculinas,
poderosas, en los carnosos glúteos de ellas, o en sus senos como
cúpulas palpitantes, y lo que más atrajo mi atención: una mujer
sacándose la camisa sobre la cabeza, oculto el rostro, con un
cuerpo informe, vulgar, pero tratado magistralmente por el
pintor. Me cuenta que un desnudo dibujado para las cámaras de la
televisión fue adquirido telefónicamente por León Febres Cordero,
justamente cuando pasaban el programa ("como en TVentas", dice
riéndose). El ex-Presidente le llamó desde Guayaquil y dijo que
quería comprarlo, aunque evidentemente la obra estaba y quedó
inconclusa.

Le pregunto quién es su modelo, y me confiesa que trabaja de
memoria. Y como anécdota me cuenta que alguna vez iba a contratar
a una argentina, pero Bertha la sacó de un grito, diciendo que
ninguna pilla va a entrara a su casa. Ríe de la buena gana.

Cuando volvemos al taller me habla de que él mismo prepara cada
tela, "porque de lo contrario la siento extraña; creo que la
preparación del soporte es parte de la naturaleza de la obra.
Primero le doy una mano de óxido de zinc y cola; después otra
mano del mismo óxido, con aceite de linaza, y por fin un fondo
grueso, a espátula, de cualquier color. Cuando llega el momento,
dibujo, a partir de numerosos bocetos, por que desconfío de la
improvisación, y pinto de acuerdo con un plan muy minucioso; solo
con óleos, eso sí, porque detesto el acrílico; es una cosa muy
artificial, muy fría, muy de laboratorio, no lo siento..."

Un reloj antiguo, de péndulo, da escandalosamente las horas, y
Kingman pide otros tintos para los dos. Aspiro hondamente su
aroma y pruebo con delectación esa mezcla perfecta de amargo y
dulce que activa las neuronas. El pintor ve mi gesto de
satisfacción y dice: -"En esto sí me cuido; nada de café
instantáneo; aquí se toma café pasado, a la antigua; porque si ya
me enveneno con el cigarrillo no voy a envenenarme también con el
café..." Con un aparato de control remoto alza un poco el volumen
de un pequeño equipo de sonido oculto bajo una mesa donde están
los materiales, y entonces me doy cuenta de que todo el tiempo
hemos estado oyendo tangos. Le pregunto si ha sido casual.- "No
-dice-, a mí me gusta mucho esa música e incluso trabajo siempre
con ella. Es eso que llaman nostalgia, porque el tango y el
pasillo están muy ligados a mi juventud; escuchándolos revivo
aquellos tiempos...

- ­Si en esa época hubieses llevado un diario, me dejarías leer
alguna página? - Sí, ésta por ejemplo: cuando hice el mural que
casualmente ahora estoy restaurando en ese edificio que era del
Ministerio de Agricultura (Av. Colombia y Briceño), me pagaron 80
mil sucres, una fortuna para la época. Con eso me fui a
California, tras de una gringa, y me quedé tres años en los
Estados Unidos; o sea todo lo que me duró esa plata, más otro año
que me financié clasificando miles de fotos de arte
latinoamericano para un museo de San Francisco. ­Qué vida esa!
Además, hice ahí una exposición y vendí siete cuadros. Pero
cuando regresé, en el 48, me nombraron director del Museo de Arte
Colonial, y ahí me quedé veinte años, de burócrata, estancado".

- Además, ese tiempo coincide un poco con tus devaneos
abstraccionistas, ¿no?

- Sí, quise ponerme a tono con los tiempos, y me salí de lo que
es mío, mi gente, mi atmósfera; fueron años perdidos, pinté muy
poco y cosas de las cuales después he renegado.

Se queda pensativo, camina por el taller mirando el piso de
grandes y encerados ladrillos octogonales, y sale, creo que a la
cocina, para tomarse otro sorbo de café. Bertha me explicará
después que él siempre anda en las nubes, y que a veces se
desconecta de la realidad. "Pero si va por un tinto -reconoce-,
nunca olvida lavar él mismo su taza".

Cuando vuelve, al cabo de un largo rato durante el cual yo he
estado husmeando por todas partes, le pregunto si tiene idea del
número de cuadros que ha pintado en su vida. "Sí -afirma-,
calculo que he pintado de 700 a 800 óleos, y que he hecho como 3
mil dibujos y acuarelas. No es mucho, si se toma en cuenta que
comencé a dibujar a los cuatro años. Porque así como hay niños
que nacen con malforaciones congénitas de carácter orgánico, yo
nací con esta anomalía de pintar, que me impuso con el tiempo una
forma de vivir... Y quizás, también, me parece ahora, una forma
de morir".

- Ha disminuido con la edad tu fuerza creadora?

- Sí, por desgracia. Aunque las facultades mentales se mantengan
bien, ya no es lo mismo; esa como emoción primaria va
desapareciendo o por lo menos menguando...

Mientras saca y enciende otro cigarrillo, mira con detenimiento
el cuadro a medio hacer que está en el caballete.

- Picasso pintó hasta los 92 años, le recuerdo.

Me mira muy serio a los ojos y dice:

- Es un caso excepcional. Yo aspiro a pintar únicamente hasta los
91.

- ¿Qué es lo que más te molesta ahora que solo tienes 81 años?

- Que me llamen octogenario.

- Nada más?

- Bueno, también los achaques de salud y el hecho de haberme
quedado casi sin amigos, porque han tenido la descortesía de irse
muriendo uno a uno. Por eso ya no me gusta asistir a las
invitaciones; no tengo con quien hablar, no veo caras conocidas,
y como ni siquiera me dejan tomar...

- Entonces, ¿prefieres quedarte en casa? ¿Qué haces aquí cuando
no estás trabajando?

- Escucho música y leo, me gustan las novelas policiales. Leo
también cuando vamos con Bertha de vacaciones a la playa, a
nuestra casa en Bahía, ahí ni siquiera salgo a ver el mar; y aquí
todos los días leo hasta muy tarde en la noche. La lectura es una
buena manera de consumir el tiempo que a uno le queda... Pero
siempre están al acecho mis demonios, que me obligan a volver al
taller.

- ¿Y la televisión?

- Solo para las noticias. Además, como verás, todos los aparatos
que hay en esta casa se hallan camuflados; el diseño de los
televisores me parece tan feo, y desentona con todo lo demás. Por
eso, para disimular, les he construido esas cubiertas de madera,
con un enrejado que tapa la pantalla mientras no esté
funcionando.

- O sea que haces también un poco de carpintería. . .

- Hacía, pero me robaron todo el taller.

Se queda en silencio, y siento que está cansado. Además, se ha
hecho muy tarde.

Para despedirnos, me conduce de habitación en habitación, mirando
los tesoros de arte que contienen: cuadros de muchos pintores
ecuatorianos y de algunos extranjeros; obras suyas; cosas con
historia, inclusive un pequeño melodio que todavía suena, con
acento casi medieval, como debe de haber sonado en alguna antigua
capilla, y más allá, otros dos ambientes de trabajo, pequeños,
pero dotados de todo lo necesario, "para dibujar o para hacer
acuarelas", me explica el artista.

Es evidente que toda la casa, asomada a un río que a esta hora es
solamente un rumor, ha sido pensada para que él, a diario y con
todos los recursos, pueda exorcizar a sus demonios, esos que le
nacieron cuando de niño hizo los primeros dibujos.

*Texto tomado de REVISTA "DINERS" (p. 53, 54, 54, 55, 56 Y 57)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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