DETECTOR DE VERDADES. Por Diego Araujo Sánchez

Quito. 01,04.92. (Editorial) En las elecciones del 88, uno de
los pintorescos candidatos presidenciales, Guillermo
Sotomayor, ofrecía que, si ganaba la presidencia, reformaría
la ley de elecciones a fin de obligar a que los políticos,
antes de fungir de candidatos, pasaran por un detector de
mentiras. Y proponía también instalar aquella máquina
ultrasensible en el mismísimo despacho del presidente y de
todos los funcionarios de elección popular como un exigente
termómetro diario para asegurar el cumplimiento de las
promesas lanzadas a los cuatro vientos en época de campaña.

A pesar de su ingenuidad, la propuesta revelaba la aspiración
mayor de los ciudadanos: asegurar por cualquier medio la
verdad de lo que dicen y hacen los políticos. La actividad de
éstos últimos se fundamenta en la credibilidad. Si la pierden,
degradan antes que nada su propio quehacer público.

Después de más de una década de democracia constitucional en
el país, cabe preguntar quién cree todavía en los políticos,
qué valor concede la ciudadanía a sus ofertas, promesas y
discursos. La respuesta explicaría sin duda el creciente
escepticismo frente a los partidos, dirigentes y a la
actividad de unos y otros.

Las mentiras son el pan de cada día en la vida pública. Una
pequeña muestra de este vicio nacional acaba de dar el alcalde
de Guayaquil al declarar que no había viajado al exterior. Y
como, según asegura el refrán, más pronto cae el mentiroso que
el ladrón, las evidencias señalan que Soria sí realizo aquel
viaje. Frente a otras descomunales irresponsabilidades y
mentiras que desde hace tiempo se han enseñoreado del
municipio porteño, el engaño del alcalde podría parecer hasta
una inofensiva e infantil tomadura del pelo. Una mancha más no
le hace al tigre.

Pero el prurito de ocultar la verdad tiene otras múltiples
manifestaciones. Como van las cosas, las mentiras se han
vuelto tan comunes que la sensibilidad pública sufre ante
ellas una especie de atrofia y la credibilidad política padece
la mayor crisis.

Dentro de la experiencia de otros países, la opinión ciudadana
suele ser extremadamente cuidadosa del crédito de la palabra
de sus dirigentes o de quienes aspiran a serlo. Por ejemplo,
uno de los fuertes candidatos demócratas de los Estados
Unidos, Bill Clinton, sufrió estos días el más duro revés al
haber admitido que hace treinta años, cuando estudiaba en
Oxford, probó marihuana. Y el hecho le ha afectado básicamente
porque, en declaraciones anteriores, aseguró que jamás había
violado las leyes norteamericanas contra el uso de los
narcóticos. Es decir, erosiona la credibilidad de Clinton no
el haber consumido alguna vez la droga (¿quién no lo hizo en
los 60 y 70, se preguntan en los Estados Unidos?), sino el
haber sido pescado en una mentira.

La sociedad ecuatoriana vive un largo proceso de
desvalorización de la verdad. El mentir es una virtud que, en
léxico criollo, se llama viveza. Otro ejemplo de estos días,
más grave que el engaño de Soria, es el de la propaganda
electoral, una de las fuentes mayores de engaños públicos.
Frente a todo ello ni el detector de mentiras que proponía
Sotomayor serviría para nada. Quizás más útil podría ser un
todavía no inventado detector de verdades. (4A)












EXPLORED
en Autor: Diego Araujo - [email protected] Ciudad N/D

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