DERECHIZACION DEL ECUADOR. Por Juan Pablo Moncagatta

Quito. 08.06.92. Cuando fundamos la Democracia Cristiana, allá
por 1964, teníamos ideas claras y hablábamos claro. De verdad.

Para nosotros el asunto era simple: las estructuras
construidas por la burguesía durante más de un siglo eran
injustas y caducas. Representaban la explotación del
imperialismo norteamericano y de sus aliados locales, los
oligarcas. El pueblo estaba sometido por ellas pero no se
percataba de tal situación, por lo que había que hacer una
prédica liberadora que lo concientizara y lo llevara a
rebelarse.

Tratábase entonces de destruir el sistema imperante y
sustituirlo por uno nuevo basado en los valores cristianos
primordiales, como la solidaridad, la justicia y la
fraternidad. Para ello había que organizar al pueblo y
llevarlo a la toma del poder: desde allí haríamos la
revolución. ¿Se podía ser más diáfanos?

También los marxistas tenían su proyecto histórico. Coincidían
en el diagnóstico, esto es en señalar los males que aquejaban
a la sociedad, pero diferían en la receta y en los medios para
aplicarla.

Mientras para nosotros la revolución debía nacer de la
solidaridad, para ellos era la lucha de clases el motor de los
cambios. Nuestra tesis les parecía ingenua, angelical,
mientras la suya estaba comprobada teórica y empíricamente:
Carlos Marx se había encargado de darle el sustento
intelectual y Lenin de ponerla en práctica. Lo demás eran
sueños de pequeños burgueses o complicidad de quienes hablaban
de cambios sin desearlos de veras.

El ejemplo de la URSS

La meta final, la sociedad perfecta, ya estaba definida para
los marxistas. Solo había que mirar a la unión soviética, o
mejor aún a Cuba, donde se estaba construyendo el socialismo y
creando al hombre nuevo. Poco había que elaborar o que
discutir; en el peor de los casos habría que hacer algunas
concesiones a la idiosincracia latinoamericana, pero era cosa
de poca monta.

Los cristianos de visión progresista no estábamos tan cómodos.
El Concilio Vaticano II nos había dado luces sobre los valores
que debían primar en la nueva sociedad, pero la determinación
exacta de sus estructuras era cosa que nos competía. El
esfuerzo intelectual para definir las concreciones de aquella
gran comunidad basada en la fraternidad debía ser nuestro.

Pero, en todo caso, sabíamos por qué y contra quiénes
peleábamos. Nuestros enemigos eran los enemigos del pueblo,
los oligarcas sin corazón que explotaban al pueblo. Estos
seres perversos se oponían a los cambios para seguir gozando
de sus privilegios, sin importarles el dolor y la miseria de
los pobres.

¿A qué viene toda esta historia que hoy parece una fábula de
buenos contra malos?

A lo siguiente: en esos años, para nosotros, y para la cultura
política latinoamericana, solo había dos bandos: el que quería
los cambios y el que se oponía a ellos. El primero era la
izquierda, lúcida, y vanguardista, el segundo la derecha,
oscurantista y retrógrada.

Dentro de la izquierda había diferencias, por supuesto.
Quienes deseaban no ser confundidos con los marxistas, que se
autoproclamaban la "verdadera izquierda, aceptaban la
definición de "centro izquierda". No por ser más tibios en la
voluntad transformadora, sino para afirmar su propia
alternativa. Allí confluían demócratas cristianos, social
demócratas, liberales de avanzada y algunos iconoclastas.

LOS DOS BANDOS FRENTE AL CAMBIO DE LA SOCIEDAD

A su vez, en la derecha había sectores dispuestos a tolerar
ciertas reformas, siempre que no afectarán al sistema en su
esencia. A éstos se los llamó "centro derecha", pero el
término no alcanzó tanta vigencia.

Aunque los marxistas en su sectarismo la tacharan por
hipócrita, la división que ubicaba a las fuerzas políticas era
clara para los demás: a la izquierda los que luchábamos por el
cambio, a la derecha quienes defendían el status quo. Y no
había como equivocarse.

Pasaron los años, bastantes, y hombres de centro izquierda
llegaron al poder Jaime Roldós, Osvaldo Hurtado y Rodrigo
Borja se inscribían en la tendencia, o por lo menos así
aparecía de sus declaraciones ideológicas. Pero entonces
ocurrieron dos cosas imprevistas.

La primera, que una vez instalados en el poder se toparon con
la realidad. Los anhelos de cambio fueron superados por los
graves escollos que día a día tenía que enfrentar el gobierno.
La crisis económica, la oposición parlamentaria, los
conflictos internos el vigor de los grupos de poder, fueron
suficientes para aplicar cualquier iniciativa transformadora.
Los gobernantes tuvieron que lidiar con ellos, y apenas les
quedó energía para administrar el país. Los propósitos
revolucionarios, reales o supuestos, tuvieron que archivarse.

La segunda, que algunas de las ideas que en su momento
aparecieron como innovadoras fueron asimiladas pacíficamente
para el sistema. Tal como el voto de los analfabetos, la
reforma agraria y el área comunitaria de la economía. En
algunos casos hubo resistencia para estos cambios, pero al
final prevaleció la capacidad de absorción de la estructura.
Hasta los mas conservadores toleraron modificaciones que, a
fin de cuentas, dejaban a salvo sus intereses principales.

Incredulidad popular

Como resultado de estos dos fenómenos surgió la incredulidad
popular, unida al desgaste del discurso centro izquierdista.
Las palabras revolución, cambio, transformación, se
erosionaron y pasaron a formar parte del acervo de todos los
grupos políticos, aún de los más conformistas. Y la gente ya
no les hizo caso. ¿Qué valor tiene una promesa que es todos y
al mismo tiempo de nadie?

En la última campaña hemos visto algunas muestras de esto. Un
hombre como Sixto Durán, reconocido por su inclinación
derechista, habló en un momento de la revolución que haría.
Luego, con mayor prudencia, volvió a un discurso más
congruente con su trayectoria.

Jaime Nebot basó su propaganda en el eslogan del "cambio ya".
Algo desconcertante si se tiene en cuenta los grupos
dominantes que lo rodean. En un espacio de televisión llegó a
decir que están contra él quienes se oponen a los cambios,
quienes desean que las cosas sigan igual porque les favorecen,
y que éstos son los ricos, contrarios a todo lo que sirve a
los pobres. Hace dos décadas un discurso así habría sido
calificado de subversivo, pero ahora lo dice un socio del Club
de la Unión.

Izquierda o derecha

¿En dónde estamos? ¿Qué se hizo de la división entre
izquierdas y derechas? ¿Quiénes defienden al sistema? ¿Ya
nadie? Si así fuera, habría que convenir en que el Ecuador se
ha izquierdizado, no derechizado.

Lo que ocurre es que la derecha se ha apropiado del lenguaje
del centro izquierda, para fines electorales. Y que el centro
izquierda, mareado por las vueltas que ha tenido que dar en el
poder, carece de lucidez para renovar sus propuestas. Una
borrachera política cara.

Para colmo, se ha repetido con insistencia al pueblo que su
felicidad está en imponer un sistema más afincado todavía en
el capitalismo. La reducción del tamaño del Estado y el libre
juego de la competencia son las llaves mágicas para abrir las
puertas del paraíso, sin mayores sacrificios de nadie. ¿Qué
lindo, no?

Los marxistas desmoralizados por el derrumbe de los países
socialistas, el centro izquierda atomizado y sin nuevas
propuestas atractivas y la derecha hablando de la revolución
han llevado a los ecuatorianos al desierto ideológico. Es
natural que, devorados por la sed, se dejen guiar por un
espejismo que se deshará tan pronto lo pisen. (5-D)






EXPLORED
en Ciudad N/D

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