Quito. 31.10.93. A comienzos de los 70, el país comenzaba a
olfatear petróleo y, frotándose las manos, se preparaba para el
festín que, en un parpadeo, permitiría el viscoso enriquecimiento
de unos cuantos, el crecimiento de una burocracia de insaciable
voracidad, las vacaciones en Miami y el empastelamiento de las
ciudades con cemento armado.

Quito pronto se vería cruzada por túneles y pasos a desnivel, las
laderas del cerro se cortarían a escuadra, el centro sería
considerado como un sitio idóneo para que habitaran los pobres,
mientras los más ricos se desplazarían hacia el norte, para lo
cual se abriría una avenida con edificios que, viendo a Guápulo,
veían sobre todo a la decoración en beige que hacía juego con el
color de la alfombra y con los cuadros de grandes creadores
locales que, por fin, eran cotizados no solo en elogios sino
también en billetes.

Los ecuatorianos por fin íbamos a ser ricos. Ricos en serio. La
vida, así, valía la pena.

Y la modernidad alcanzó a los muertos

Tanto valía la pena la vida, que algunos visionarios comenzaron a
pensar en la muerte, porque los cementerios, ya atiborrados, de
San Diego y El Tejar desentonaban, en su evidente vetustez y su
entorno grotescamente lúgubre, con los nuevos vientos que
soplaban.

¿Cómo podía una ciudad que ingresaba a la modernidad permitir que
a sus habitantes, que iban ya adquiriendo costumbres y maneras
propias de los ciudadanos del siglo veinte, se les enterrara en
unos pequeños nichos propios más bien de la tétrica, oscura Edad
Media?

Los visionarios viajaron. Y de Colombia, Venezuela, México y
Estados Unidos, regresaron con las ideas claras: era necesario
encontrar un sitio hermoso y amplio en que los muertos pasaran,
lo que les restaba de eternidad, confortablemente, entre el aire
puro, la naturaleza, el sol y un horizonte exultante. Porque de
ahí nadie se iba a mover para, como ocurría en los nichos, al
cabo de unos años sacar las osamentas hacia otros reductos más
pequeños, en una ceremonia escalofriante.

Desecharon el sur de la ciudad, porque las características del
suelo no se presentaban idóneas: apenas a 60 centímetros de
profundidad brotaba el agua y la idea de ataúdes flotantes no
entraba en sus planes. Al norte, en cambio, la tierra era seca.

Y hacia allá fueron.

Compraron un terreno de 15 hectáreas en el límite urbano, aunque
la modernidad también se confabuló contra los muertos: al poco
tiempo se hizo por allí el trazado de la carretera Panamericana y
el lote quedó partido en dos.

Comenzaron a hacer los diseños arquitectónicos, intrincados,
difíciles, imaginativos. Y comenzaron, también, a luchar contra
la mentalidad de la gente que al principio sentía escozor por ver
a sus seres queridos literalmente bajo tierra, cuando la
costumbre aconsejaba colocarlos en los nichos o en los enormes
mausoleos impuestos por el estatus familiar.

De la muerte, esa cosa secreta y casi vergonzante, nadie quería
hablar. Pero la novelería hizo que la posibilidad de que el
cuerpo inerte tuviera una morada alegre, descorriera el velo de
lo recóndito para hacer que la sepultura pasara al tapete de la
discusión primero familiar y después pública.

Un delicadísimo spot publicitario que mostraba una rosa
deslizándose dulcemente por las aguas de un riachuelo (me
imagino que bajo la inspiración de los versos de Manrique
"nuestras vidas con los ríos", etc.) y que se proyectaba
diariamente por televisión, destapó las preguntas que, hasta
entonces, nadie se atrevía a formular en voz alta: ¿Dónde quiero
que me entierren? ¿Dónde quieres que te entierren?

Y la gente, poco a poco, fue escogiendo ese sitio de verdor,
árboles, flores, césped, cuyos espacios se ofrecían como el
último albergue bajo el nombre de "Parques del Recuerdo".

Paralelamente, y tal vez por los mismos motivos de la excesiva
humedad del suelo sureño, fueron también a instalarse al norte
los moteles, otro signo de que la sociedad se modernizaba. Los
más nombrados eran los del Retiro. Se situaron, pues, frente a
frente la vida, en su manifestación más exuberante, y la muerte.

Y eso a la gente le hizo gracia. Como el "sector de los
acostados" fue conocido ese de la Panamericana. Y, luego, decían
que los nombres estaban cambiados: que los parques debían
llamarse del Retiro y los moteles del Recuerdo.

También se decía que un señor marcó un número telefónico y
preguntó por fulano de tal. No ha venido, le respondieron.
¿Pero cuándo, a qué horas llegará?, inquirió el señor. Le
contestaron bueno, no sabemos exactamente ni cuándo ni a qué
horas, pero le podemos asegurar que de venir, vendrá. Gracias,
¿con quién hablo?, preguntó el señor. Con los Parques del
Recuerdo, le respondieron.

Entre estas y las otras, la inversión no se detenía. Para
complementar el ornato de los jardines con sus flores y sus
árboles, se encargó a la escultora Alicia de la Torre la
elaboración de varias estatuas. Todas las del Parque son de
ella, a excepción de una Virgen de piedra, que es de Napoleón
Paredes.

Un equipo de expertos en ventas vino desde Colombia para
adiestrar a los criollos en la manera de convencer a los clientes
que se hicieran de un espacio para después de sus días. Y de que
sus difuntos queridos estarían en un sitio alegre. Y lujoso.
Las lápidas eran al comienzo de mármol directamente importado de
Carrara, y los floreros, de bronce macizo. Pero los floreros se
esfumaron como ánimas en pena: se los robaban para fundirlos y
hacer con ellos pailas para hornado.

Después, del mármol de Carrara se pasó al de Cuenca que, sin
embargo, no resistió el trabajo de grabado para la inscripción
del nombre, la fecha de nacimiento y la de defunción: se partía.
Entonces se dio con un material sintético, el marmolite, que es
el que se utiliza hasta ahora. Ninguna placa tiene ni las
dignidades del difunto, ni frases ni epitafios. "Debajo de la
tierra todos somos iguales", dicen los responsables del Parque
que, además, se definen como ecuménicos: acá pueden venir de
cualquier religión, de cualquier credo.

-¿Y los ateos?

También los ateos.

Y entonces yo me acuerdo que había una categoría a la cual la
religión católica no solo que no permitía ingresar al templo,
sino también ocupar un espacio en un camposanto y pregunto:

-¿Y los suicidas?

Nosotros no averigüamos la causa de la muerte, dicen. El único
requisito que exigimos es el permiso de inhumación expedido por
el Registro Civil.

Hay espacios individuales y dobles. En el individual, que tiene
una profundidad de 1 metro 80 centímetros, se colocan al fondo y
a los lados lozas de concreto. El ataúd se tapa con otra loza de
concreto y luego se cubre de tierra; sobre ella viene la lápida
y, al lado, el florero. El espacio doble tiene una profundidad
de dos metros 20 centímetros.

Arrojar el primer puñado de tierra sobre el ataúd que desciende,
también fue una innovación. O una novelería cuya práctica, poco
a poco, se va abandonando. Porque entre el pasado y el presente
han ocurrido cosas.

Ha ocurrido, por ejemplo, que los 13.000 espacios de los Parques,
proyectados para que duren 30 años, están ya totalmente vendidos,
hasta el punto de que un nuevo camposanto se ha inaugurado en
Calderón, que está proyectado para que tenga una vida (¿una
vida?) de 40 años, en una extensión de 10 hectáreas.

Para la postmodernidad, la cosas se hacen a base de cálculos y
proyecciones, entre la población y el promedio de vida (que en el
Ecuador es de 65 años, con una tasa de mortalidad de 1.05%).

-¿Cómo funcionan los Parques?, pregunto a los responsables.

Como un negocio que presta un servicio, igual a cualquier otro,
me responden. No es algo fácil y exige una altísima inversión y
constante mantenimiento de las tumbas y los jardines. Tenemos 60
empleados, entre jardineros, sepultureros, personal
administrativo y vendedores.

Así y todo, se están expandiendo. "Parques del Recuerdo" hay ya
en Ambato y en Manta y se está estudiando, como siguiente plaza,
Cuenca, ciudad que para el año 2.005 tendrá 284 habitantes, con
un 0.75% de mortalidad en el año.

Sí, la muerte es algo inevitable. Y da para pensar en ella. Y
preguntarse, con Serrat, ¿quién cuidará de mi perro y pagará mi
entierro y una cruz de metal? ¿Quién pondrá fin a mi diario/ al
caer/ la última hoja en mi calendario? (5A)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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