Cuenca. 05.05.93. Ellos estaban acostumbrados a que su vista se
perdiera en lontananza.

Ellos estaban acostumbrados a que el viento les besara la cara.

A beber el agua de los riachuelos.

Al sol.

Y al silencio. Un hondo, profundo silencio que les invitaba a la
meditación. Y a los sueños.

Pero, de pronto, esa naturaleza que era suya, que les nutrió, que
les hizo ser así como ellos son (sencillos y profundos, callados
y generosos) se les volvió contra ellos con furia y, en un rapto
inescrutable, les expulsó de allí.

Les botó hacia otra vida, que no es suya.

Que no entienden.

Que no quieren.

Además de los varios campamentos que se formaron para dar cabida
a los damnificados del Paute, cuatro albergues se establecieron
en la ciudad de Cuenca. Allí están ahora -y ya 36 días demasiado
largos- 291 personas.

Están en aulas que se tornaron dormitorios.

Están encerrados en cemento.

Y por eso, están sin horizonte.

Sin su horizonte.

Sin su viento, ni su agua, ni su sol, ni su silencio.

Ya perdieron su tierra.

Ahora sienten que están perdiendo su alma.

Su tristeza es una tristeza que se va contaminando de ciudad y es
por eso doblemente triste.

"Solo es mío un plato, una cuchara y una taza", dice Leonardo
Jara, campesino de La Josefina. "Solo eso es mío porque hasta
los colchones y las cobijas que nos dieron dicen que tenemos que
devolver porque eran prestaditos nomás".

Y entonces, con su dignidad de campesino, protesta contra la
Defensa Civil y el Ministerio de Bienestar Social, a cuyo cargo
están los cuatro albergues de Cuenca: el del Centro Infantil
Santa Ana de los Ríos, el Hogar Infantil No. 3, la Unidad de
Rehabilitación de Mujeres y la Unidad de Rehabilitación de
Varones. "Nos tratan mal. Tenemos hambre", también dice. Y
luego se pregunta: ¿Dónde están las donaciones? ¿Dónde la ropa?


Y cuenta: "Vivimos hacinadas 40 personas en un cuarto; ahí
estamos los casados, los jóvenes, los niños, todos juntos en las
condiciones más dolorosas".

Ha pasado más de un mes y ellos sienten que no tienen destino. A
eso se une el dolor por un pasado irrecuperable, que es, creo, lo
más cercano a la nostalgia.

De pronto la naturaleza les colocó sobre la cuerda floja y ellos
están a un tris de caer de bruces sobre la ciudad y sus peligros:
la marginalidad, el delito, el subempleo, la prostitución.

O, si no, de ceder a la tentación de la alta burguesía cuencana
que ofrece a las mujeres un puesto de trabajadoras domésticas y a
los hombres una guardianía. Porque sabe que esa mano de obra es
mucho más barata.

Ya no resistirán por mucho tiempo más: van a perder el equilibrio
y a caer.

Mientras tanto, el arzobispo de Cuenca, monseñor Alberto Luna,
también hace malabares: organiza los reasentamientos en el campo,
que es a donde los damnificados deben regresar; recibe donaciones
de tierras de gentes de enorme corazón que no quieren que su mano
derecha sepa lo que hace la izquierda; crea microempresas
agrícolas y artesanales. Y todo, con amor. Con mucho amor.
"Tenemos que prepararles a vivir comunitariamente", les dice
monseñor a los damnificados. "Ustedes van a trabajar en grupo
para que puedan crecer en salud, para que eduquen mejor a sus
hijos, para que puedan vivir en paz".

Mientras tanto, en el albergue Santa Ana de los Ríos, Isidro
Bustamante, también de la Josefina, sin más pertenencias que la
pobre ropa que lleva puesta, sonríe porque logró salvar su vida.
El combinaba sus labores agrícolas con el comercio de zapatos.
Ahora, aquí en Cuenca, ha conseguido un permiso del Municipio
para seguir con su comercio de zapatos en el sector de la 9 de
Octubre. Y dice que sí, que él quisiera quedarse en la ciudad,
si le dejaran, porque ya es tarde para comenzar todo de nuevo...

Wilson Ortega, en cambio, solo anhela volver al campo. No quiere
este encierro al que está sometido, como si fuera un presidiario.
No quiere más las terapias de grupo y las ocupacionales a las que
le someten los sicólogos del albergue. No, no quiere más esas
cosas que le suenan postizas y terminan por aburrirle y
enervarle. Se levanta a las seis de la mañana. Desayuna. Y
entonces, pasa el resto del día deshilando para hacer huaipe y
con eso conseguir algunos sucres. Pero tiene una extraña
sensación, que le aprieta el alma. Es algo así como un ahogo.
Como un sofoco. Solo busca que le asignen un pedazo de terreno
en el campo, como la única manera de regresar a la vida. Sueña
con el mugido de su vaca. Con el olor a yerba. Con que la vista
se le vuelva a perder en el horizonte, sin un muro de cemento de
por medio.

En los albergues están también los niños. Su drama es otro:
aprender a desenvolverse entre los autos mientras van a una
escuela que no es la suya. Se sienten allí como prestados. Su
risa se va tornando así, como más grave. Y más nerviosa. Su
mirada es de desamparo. Ellos quieren también volver al campo.
A los juegos que entienden, porque son los suyos. Pero sí: ya
les gusta la televisión. Y pronto, los juegos electrónicos. Y
de ahí...

...porque el Paute no solo anegó tierras: también comienza a
anegar los corazones.
EXPLORED
en Ciudad N/D

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