Quito. 2 nov 2001. (Editorial) Trescientos litros de agua hervían ayer en
una ollaza al pie del monte Unguy en el suroeste de Quito a la espera de
los mortiños y el clavo de olor y el azúcar que los convertirían en
colada morada para los cuatrocientos niños del Instituto de Educación del
barrio La Dolorosa camino del paraíso de Lloa.

Cuatrocientas guaguas de pan se adivinaban aún en ciernes en la enorme
masa de harina de trigo que se leudaba para que las guaguas engordaran y
entraran con la colada morada en la cultura y en el alma de esos niños,
muchos de ellos hijos de emigrados a España.

La colada morada y las guaguas de pan son un homenaje a la tristeza y a
la alegría de la muerte.

Colada morada. Morado, color triste. Morado de mortiño, mortiño de muerte
y mortecina. Clavo de olor, fragante, lujurioso. Azúcar, dulce vida. Pan,
vida nutriente. Guagua, inocencia y alegría. Las culturas de aquí y de
muchas partes celebran la muerte con comida. Creen que los muertos, en la
otra vida, comen y beben. Mas junto a esa creencia se impone el sentido
práctico del "comamos y bebamos que mañana moriremos".

Lo morado representa el recio trance de la muerte. Más allá de ella
comienza la vida verdadera, dice la fe. Más allá de ella no hay nada,
dice la razón.

En cualquier caso, una certidumbre temblorosa o una certidumbre vacía.
Entre el temblor y el hueco del vacío, el natural temor a morir.

Lo dulce de la colada representa la memoria. Los muertos que nos importan
viven en el recuerdo aureolado por los años y el afecto. Conversamos con
los muertos, nos reímos con ellos, exhalamos suspiros de añoranza, les
pedimos para nosotros valor y energía.

El clavo de olor de la colada nos trae martilladas de vida. Nada mejor
que la muerte para librarnos del maldito "qué dirán", "qué pensarán los
otros de mi camisa que no combina con el pantalón, de mis rebuznos
culturales, de mi afición a la bebida". Entrampados en el falso honor de
ser apreciados y queridos, vivimos sin autenticidad. Cada misa de un
amigo muerto abofetea el rostro con su ráfaga de verdad: "Y después de
que hayas muerto qué te importa lo que piensen de ti. Vive como si ya
hubieses muerto. Sé libre".

Qué pena que Hernán Malo González no esté vivo. Cuánto hubiera gozado con
el teatro de Malayerba. Qué pena que Pepe Rivera no esté vivo. Su
afectuosa catarata interior hubiera llorado con los muertos de las
torres. Qué pena que Rodolfo Agoglia ya esté muerto. Qué maravillosas
conexiones hubiese hecho entre los talibanes y la tragedia griega. Cada
muerto querido no puede ya gozar del innumerable y variado acontecer de
este mundo terrible y maravilloso. Su recuerdo alienta en los que quedan,
el deseo del vivir intenso.

Las guaguas de pan nos dicen que no olvidemos que comer es un placer
enorme. Quienes tienen demasiada riqueza corren el peligro de que el
comer les cause hastío. Enfermos de una gula infinita. Las guaguas de pan
nos traen a la memoria lo terrible de la vida para una enorme porción de
la humanidad. Son los que viven muertos de hambre. ¿Hay acaso algún
derecho para que tanta vida y tanta fuerza se dé solamente a una porción
de la humanidad?

Guagua de pan nutritivo. La vida se justifica por los nutrientes que
podamos cultivar para los otros.

La cabeza de una guagua va entrando por el tobogán de la garganta,
lubricada por la sensual colada. Canibalismo. Seguimos siendo caníbales,
talibanes, bushitas, filanbánquicos. Ah sí. Pero qué bueno que no me haya
muerto todavía y que la Cyntia Viteri esté vivita y resucitando los
huesos muertos del mural desvertebrado.

E-Mail: [email protected] (Diario Hoy)
EXPLORED
en Autor: Simón Espinosa - [email protected] Ciudad Quito

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