España. 02.03.95. Había estado en Grozny en la primera etapa de
la guerra de Rusia contra la república separatista de Chechenia.
En aquellos días de diciembre, el frente se extendía en un
semicírculo de Oeste a Noreste en torno a la capital chechena. La
población iba abandonando la ciudad. El frente se aproximaba cada
día que pasaba, pero todavía la vida seguía teniendo algunos
visos de normalidad: iba al mercado a comprar cigarrillos,
frutas, vodka y Pepsi.

Junto con los demás periodistas cenaba en el restaurante Lozanía,
de Ruslan y Svetla y, aunque nuestra pensión carecía de agua
caliente y calefacción todavía seguía siendo un buen hotel venido
a menos. Las cosas empeoraron cuando el 19 de diciembre la
aviación rusa comenzó a bombardear los barrios de la capital. Ya
no era necesario viajar al frente; éste se sentía, se veía y se
vivía a 50 metros de la pensión. El peligro había llegado y se
había instalado en nuestras vidas. Me marché el 22 de diciembre.

Más que una obsesión profesional fue la conciencia judeocristiana
de la culpa lo que me llevó a volver a Grozny el 19 de enero. En
Moscú, tanto mis compañeros como yo nos sentíamos como si
hubiésemos abandonado a los chechenos a su suerte, a David frente
a Goliath. La idea puede parecer pueril a muchos, pero a
nosotros, no. Ante el apoyo de la llamada -comunidad
internacional- es decir, Estados Unidos y Europa Occidental, al
Kremlin y ante la censura de hecho impuesta por Moscú sobre los
grandes medios de comunicación rusos quedaba la posibilidad de
denunciar el genocidio del pueblo checheno.

No hay ahora en Grozny ni mercado, ni Lozanía, ni su dueña, ni su
hija Karina, de 9 años, ni pensión. Sólo he sabido por el enviado
especial de El País que Ruslan sobrevive mal a sus heridas en el
hospital de Stari Ataguí. La maestra Svetlana Grigorievna ya no
vive en la cuarta planta de uno de los edificios de la céntrica
plaza de Minutka, sino en un refugio antiaéreo, come poco y mal y
viste sólo harapos. Las calles, las aceras y los edificios ya no
están. Todo está revuelto en una ruina cubierta por los cables
del tendido eléctrico desplomado. Los perros yacen muertos por
todas partes tras haber dado cuenta de los restos humanos. Ahora
las ratas acaban con los perros hasta que ellas también mueran de
hambre o luchando entre si.

La diferencia entre la capital de diciembre y las ruinas de enero
es tal que parece que la civilización se hubiera extinguido
décadas atrás. Los refugiados más ancianos recuerdan que ni
siquiera el bombardeo nazi durante 1943 puede equipararse al
ataque masivo, sistemático, segundo tras segundo, de la
artillería y la aviación rusas.

A diferencia de los filmes sobre el futuro, no hay en Grozny
motociclistas con ropas de cuero que asolan a los otros
supervivientes de una supuesta guerra atómica, ni evocaciones de
una presunta maldición sobrenatural. Es el aparato militar del
Kremlin, amparado por el poder presidencial de Boris Yeltsin y
estimulado por el apoyo o la indiferencia occidental, el que ha
acabado con Grozny. Para quienes siguen especulando sobre la
naturaleza de la -democracia rusa-, conviene recordar aquello que
escribió Carlos Marx: "El capitalismo se viste de democracia en
las metrópolis pero se pasea desnudo en las colonias". Es
recomendable visitar Moscú pasando previamente por Grozny.

Con cada nueva visita a Grozny me voy haciendo más amigo de los
supervivientes, los milicianos de la aldea de Shalí que combaten
en Minutka y los refugiados rusos y chechenos de ese barrio. Es
la línea del frente Sur, los vecinos que viven bajo tierra han
comenzado a confiar en mí. En el cuarto viaje, hace una semana,
Raisa Svetlana y Nikolai Nikolaievich me dieron las direcciones
de sus familiares en distintas partes de Rusia para que les
enviase telegramas advirtiéndoles de que mis nuevos amigos siguen
vivos y que no piensan marcharse, porque no quieren o porque no
saben cómo huir.

En cada viaje les llevo velas, cerillas, chocolates, fideos y
también dos mantas que compré en el mercado de Jasaviurt en la
frontera con Daguestán. A cambio, ellos me brindan su amistad,
una charla animada y la convicción de que Rusia ha perdido
definitivamente a los expatriados rusos, esos mismos que el
Kremlin y los fascistas como el ultranacionalista Vladimir
Zhirinovsky, gran apoyo político de Yeltsin, juran proteger
contra los caucasianos, cuyas milicias son las únicas que cuidan
de los rusos en Grozny.

-Perdí a mi marido hace diez días: un avión Sujoi-27 descendió en
picado sobre nuestras ruinas y ametralló a quienes no podían
correr lo suficientemente rápido para meterse en el refugio.
Aleksandr quedó destrozado- me dice Raisa mientras me enseña un
túmulo de tierra bajo el que descansa su esposo y un trabajador
ruso de la industria del petróleo asesinado por aviadores rusos.

Las tropas rusas de tierra no parecen ser tan ciegas, es decir,
son auténticas ejecutoras de la limpieza étnica contra los
chechenos. Boris Musostov, liberado el pasado 26 de enero tras un
mes de cautiverio entre los rusos, nos contó a este enviado y a
dos miembros de la Cruz Roja en Shalí:

-Después de bombardear la fábrica de ladrillos del barrio sur de
Grozny los rusos nos detuvieron a todos, pero mis compañeros
rusos fueron dejados de lado. Los chechenos y otros caucasianos
fuimos subidos a la caja de un camión. Nos amontonaron como sacos
de harina. Uno encima del otro hasta formar una montaña de cuatro
cuerpos de altura. Así nos llevaron hasta Mozdok. Al llegar, dos
de los obreros habían muerto por asfixia. Nos hicieron vivir en
vagones de ganado, con una ración diaria de un vaso de agua y
algo de pan. Luego nos llevaron a una cárcel especial en
Stavropol. Los policías nos apaleaban cada vez que escuchaban
conversaciones en nuestra celda. Varios compañeros tienen las
costillas rotas.

Curiosamente, la delegación de la Organización de Seguridad y
Cooperación en Europa (OSCE) declaró tras visitar Grozny:

"No hemos podido comprobar la práctica de la tortura". Visitamos
a prisioneros chechenos que vivían en vagones de ganado, pero que
estaban siendo alimentados de una forma aceptable.

La visita europea pasó sin pena ni gloria al igual que las
iniciativas de la Unión Europea (UE) en Bosnia-Herzegovina. Los
chechenos siguen siendo bombardeados y apaleados por los rusos.
Poco antes de escribir esta crónica volví a ver al comandante Abu
Movsayev, jefe de la base guerrillera de Shalí. Este hombre de 32
años estaba agotado y me confeso:

"Aunque no nací en la época de la deportación ordenada por José
Stalin en 1944, la conozco por las narraciones de mis padres. Yo
mismo experimenté lo que significa ser caucasiano, checheno, en
una Unión Soviética que estaba dominada por los rusos. Cuando fui
a Moscú a estudiar sólo me aceptaron en la Universidad Patricio
Lumumba, que estaba reservada a estudiantes del Tercer Mundo". La
Universidad Lomonosov era para los rusos. A la hora de
matricularme me consideraban un extranjero, pero cuando queremos
ser independientes Moscú dice que somos parte integrante de
Rusia.

El comandante Abu me había ofrecido que fuera con uno de sus
hombres a Grozny porque consideraba que la línea del frente
estaba dislocada: "Te puedes meter en un auténtico problema si
vas por tu cuenta". En ese plan he conocido el mosaico del que se
compone la guerrilla chechena. Uno de mis guías fue Sultan
Temirbulatov, uno de los jefes de la mafia chechena de Moscú que
volvió en noviembre pasado a Grozny, dejando su negocio de
extorsión bancaria para combatir por la independencia de su país.

El bandidaje en el Cáucaso, al igual que en el Kurdistán, es
considerado aquí como una forma más de vida en un mundo difícil y
hostil. Las chicas en edad de casarse son raptadas por sus
futuros maridos y la que no, piensa que es una vieja que toda su
vida se va a dedicar a vestir santos.

Como decía filosóficamente Rudyard Kipling en su novela El hombre
que pudo reinar: ­Otras tierras, otras costumbres!.

Otro de mis guías ha sido Said Dalakov. Jefe de batallón en la
zona de la estación ferroviaria de Grozny, fue él quien me guió
por los pasajes subterráneos de la ciudad para que de tanto en
tanto pudiese echar un vistazo a la siniestra avenida Lenin,
rebautizada como la "calle de la muerte" y en manos de los
francotiradores rusos de elite.

Un tercero fue Omar Hadj, quien ha jurado morir en esta guerra.
Lleva la cinta verde de los mártires en la frente, pero me dice:

"Yo no quiero morir. Soy un voluntario de la muerte porque es la
hora de combatir, pero quiero llegar a viejo para ver cómo crecen
mis tres hijos".

Omar me pregunta si tengo hijos, le contesto que sí, le cuento
qué es lo que hacen y qué edades tienen. Tras esta respuesta Omar
fue un auténtico amigo y protector en el frente de la estratégica
ciudad de Argún, situada a 16 kilómetros al Este de Grozny.

La conciencia de culpa ha terminado por desaparecer. Sigo en
Grozny y me doy cuenta de que el regreso ha sido una buena idea,
aunque sólo fuera porque he conocido a la gente que en esta vida
merece la pena conocer.

* TEXTO TOMADO DE REVISTA CAMBIO 16 N§ 1212 (31.02.95) (Págs. 78.79)
EXPLORED
en Ciudad N/D

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