Quito. 18 nov 2001. (Editorial) El capitalismo es, al final de cuentas,
un sistema feroz. Eficaz, pero feroz. O, mejor, es un sistema ferozmente
eficaz: es el único que garantiza el desarrollo económico y la
prosperidad, pero por estar basado en la competencia genera a su paso una
legión de ganadores y, también, algunos perdedores.

El caso más visible es, claro, el de Estados Unidos. Allí, el Estado fija
las reglas y vigila su cumplimiento, para asegurar una competencia
intensa pero equitativa. El Estado no acude al rescate de los empresarios
quebrados ni salva a los trabajadores sin empleo. Los perdedores se
hunden. Cada individuo, empresario o trabajador, solo cuenta consigo
mismo, con su iniciativa, su esfuerzo y su preparación. Todos saben que
así es, y se preparan para la lucha. En consecuencia, Estados Unidos es
un país capitalista, poblado por personas capitalistas. ¿El resultado? La
sociedad más próspera jamás habida, con el mayor crecimiento y el menor
desempleo y, además, con un fenómeno único en la historia humana: toda
una clase social, la clase media, masivamente opulenta.

¿No ocurre lo mismo, con variantes de forma, en Alemania, Gran Bretaña,
Francia, Italia, Suiza, los países nórdicos...? ¿No fue esa la receta
para el espectacular auge de España en los últimos veinte años, aunque
matizada por el discurso obrerista de Felipe González? ¿No es ese el
esquema en Japón, Canadá, Australia, Nueva Zelandia e incluso Chile?

Es de tal ferocidad el capitalismo que ningún otro sistema político y
económico ha podido enfrentarlo con éxito, por la razón simple y cruel de
que ningún otro sistema ha logrado el desarrollo económico. Las ilusiones
de sociedades solidarias y paternalistas, sin perdedores, libres de las
tensiones de la competencia diaria, se quedaron en eso, en ilusiones.
Pero fueron y todavía son, donde sobreviven ilusiones que dejaron una
estela de pobreza, represión y engaño.

La lógica del capitalismo es dura y directa: hay que competir y hay que
ganar, porque los perdedores son barridos del mercado y apartados de los
beneficios de la prosperidad. Con esa amenaza, el capitalismo extrae lo
mejor de cada individuo, su esfuerzo máximo. Y la suma de esos esfuerzos
individuales, el conjunto de tantos empeños, genera sociedades impetuosas
y competitivas, que logran el desarrollo y la prosperidad. Los ejemplos
abundan.

Se trata, evidentemente, de una lógica eficaz, aunque cruel. Eficaz,
porque sus resultados están a la vista en el primer mundo, el mundo de la
prosperidad y la riqueza. Pero cruel, porque a su paso también quedan
perdedores y derrotados. No todo es éxito y abundancia. También hay
quiebras y fracasos. Y es que cada iniciativa y cada avance deja atrás,
rezagados, a los competidores que no pudieron estar a la altura de las
circunstancias. Y así, detrás de legiones de triunfadores, no faltan los
vencidos y agobiados.

Las quiebras y las derrotas son, entonces, parte inevitable de ese
sistema feroz, que es cruel y despiadado, pero que es el único que
garantiza el surgimiento de sociedades prósperas. En ellas se atenúan los
impactos de la competencia con programas de amparo, como los seguros de
desempleo y los planes estatales de salud y educación. Pero salvar al
empresario quebrado, condonándole sus deudas y asumiendo sus pagos, es
distorsionar la esencia del sistema y romper su unidad, su estructura y,
también, su eficacia. Si las ganancias son del empresario, ¿porqué las
pérdidas han de ser de los demás? ¿O es que la ferocidad del sistema solo
se la quiere aplicar a los trabajadores? (Diario Hoy)
EXPLORED
en Ciudad Quito

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