Gabriel García Márquez tiene una habilidad para recordar tan prodigiosa, que nadie sabe cómo se las ha arreglado para resumir los primeros 30 años de su vida en las 600 páginas de las memorias, Vivir para contarla. Más de una vez corrigió, con exactitud, los detalles de acontecimientos que habíamos vivido juntos en víspera de la publicación de Cien años de soledad, su novela mítica.
"Los hechos no son como fueron sino como uno los recuerda", le he oído decir. En su caso, los hechos son como él los recuerda, pero además, tienen el raro privilegio de ser como fueron.
Siempre imaginé que las memorias de García Márquez, que serán lanzadas en lengua castellana a comienzos de octubre, se parecerían al mapa del imperio que Borges describe en uno de sus textos apócrifos: un mapa tan dilatado y minucioso que tiene el exacto tamaño de ese imperio.
Las pocas páginas de las memorias que he leído confirman que son igualmente vastas: no por su extensión -lo que las tornaría ilegibles- sino por los significados, que se abren a cada paso como afluentes de un río infinito.
Habrá que esperar años, quizá, para que García Márquez complete los volúmenes de autobiografía que aún le faltan, si acaso ha decidido escribirlos.
Pero hay un fragmento de su historia personal del que fui testigo directo. Como no he sabido que nadie lo haya contado aún, lo hago ahora, con la certeza de que mis recuerdos son más falibles que los del protagonista.
En diciembre de 1982, pocas semanas después de recibir el Premio Nobel de Literatura, García Márquez decidió fundar un diario en Colombia. Alguien me había contado que, poco después de poner fin a Crónica de una muerte anunciada, empezó a añorar los tiempos en que andaba corriendo detrás de las noticias.
Los $300 000 del premio y algunos aportes privados le permitieron sumirse en el proyecto con la obsesión de un empresario, enredándose entre flujos de caja, estudios de factibilidad y cronogramas aterradores. Encomendó la estructura del proyecto a Rodolfo Terragno, que ahora es uno de los precandidatos a la presidencia de Argentina y que entonces era uno de los fundadores de El Diario de Caracas.
Me pidió a mí que ayudara a organizar la Redacción y confió el diseño gráfico a otro argentino, Juan Fresan. El diario iba a llamarse El Otro, tal vez en alusión a que sería diferente.
García Márquez había sido un periodista magistral y seguía siéndolo, pero los lectores lo veían ahora como un creador de fábulas. Eso complicaba las cosas. ¿Qué tipo de escritura esperaría la gente de un medio como ese? ¿Un realismo mágico sembrado de adjetivos fulgurantes, a la manera de El otoño del patriarca? ¿Una reproducción al infinito de los artículos que él venía escribiendo desde 1980 para la agencia EFE -creo- y que se compilaron luego como "Notas de prensa"? Casi no hubo tiempo de postular una respuesta.
A mediados de junio de 1983, cuando ya Fresan había enviado sus primeros bocetos de diseño, y Terragno había pasado un par de meses recorriendo Colombia de cabo a rabo, discutiendo con García Márquez las estrategias de organización, y yo había dictado un curso de periodismo en Andiarios -la asociación que reúne a todos los periódicos colombianos- para aprender con quiénes iba a enredarme en la batalla, el novelista empezó a confiarnos sus dudas en llamadas telefónicas cotidianas.
"Anoche no pude dormir porque la trepidación de las rotativas que compraremos el próximo mes me está volviendo loco", solía decir. "Y la noche antes me la pasé soñando con una novela en la que un hombre de 70 años consigue por fin ir a la cama con la mujer de 68 de la que está enamorado desde que tiene uso de razón. Si supiera cuáles van a ser los nombres de esos viejos, ya la estaría escribiendo."
Cierta mañana de julio nos anunció que al día siguiente llegaba a Caracas para que "pongamos de una vez en marcha esa vaina (El Otro)".
Terragno y yo lo vimos media hora al caer la noche, pero de lo único que hablamos fue de su historia de amor.
Convinimos en que volveríamos a encontrarnos hacia la una de la madrugada, en un bodegón donde nadie pudiera reconocerlo, cuando él saliera de una comida con el rey de España y el presidente de Venezuela. A la una ya estaba esperándonos. El lugar era inhóspito, bullicioso y, para nuestro asombro, nadie en verdad lo reconocía. Tardó una hora en dejar caer la noticia.
"Ya está todo listo para sacar el diario en noviembre. Instálense ahora en Bogotá y empiecen a trabajar. Yo tengo que encerrarme a escribir la novela sobre los amantes viejos".
Al principio, no lo entendí: ¿García Márquez quería que su diario, El Otro, saliera sin que García Márquez estuviera presente? "De eso se trata", respondió.
Nos negamos. Trató de explicar lo que ya sabíamos: que no se puede escribir una novela y hacer un diario a la vez. Que para la novela él era imprescindible pero que al diario le bastaría con nosotros. Y la novela, nos dijo, ya no podía esperar: estaba mordiéndole las entrañas.
Le replicamos lo que él ya también sabía: que el otro era él, y que no podíamos ponernos en el lugar de ese personaje.
Nos separamos al amanecer. Durante algún tiempo siguió llamándonos por teléfono para contar que había ordenado nuevos estudios de factibilidad y un plan alternativo de financiación, pero cada vez hablaba más de la novela.
A fines de septiembre dijo que había encontrado el nombre perfecto para el viejo de su historia -Florentino Ariza- y a comienzos de octubre anunció, exultante, que por fin había dado con el título. Se llamaria El amor en los tiempos del cólera.
Cuando leí al fin ese libro en la edición amarilla de Oveja Negra, supe que habíamos hecho lo correcto. El Otro habría sido un diario de tantos.
La novela, en cambio, era única. Ninguno de nosotros volvió a mencionar El Otro desde entonces. Fue una historia de amor, pero no de las verdaderas. Nunca es verdadera una historia de amor que no deja ninguna melancolía.

*Tomás Eloy Martínez es el autor de La novela de Perón, de Santa Evita y de El vuelo de la reina, que ganó en España el premio Alfaguara. Sus obras se han traducido a más de 30 idiomas.
EXPLORED
en Ciudad Quito

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