Quito. 07.03.93. Que el Estado ejecute con celo la tarea de
alfabetizar a sus ciudadanos parece ser un objetivo encomiable,
pues se orienta al cumplimiento de uno de los más altos fines en
la acción de la autoridad pública: el de educar al pueblo.
Empero, esto puede tener sus bemoles, sobre todo si la campaña
se hace en una colonia y su objetivo es la imposición de la
lengua del conquistador y la liquidación del idioma de los
conquistados, como ocurrió en nuestro país, y en los demás de
Hispanoamérica, durante la época colonial. Lo prueba esta pequeña
historia:

Desde los primeros días de la conquista de América, las
autoridades españolas, tanto civiles como eclesiásticas, se
enfrentaron al problema que significaba para ellos la presencia
de las culturas indígenas. Y puesto que la conquista no era solo
un hecho "temporal", es decir militar y político, sino también un
hecho "espiritual" o religioso, procedieron de conformidad con el
pragmatismo que imponía la misma tarea conquistadora. Así, todo
lo que pudiera servir al mejor y más rápido sometimiento de los
conquistados fue aprovechado y aun difundido por los
conquistadores, y todo lo que pudiera constituir un elemento de
resistencia a la dominación fue condenado, satanizado y
perseguido.

Un buen ejemplo de lo primero fue lo ocurrido con la lengua
quichua, que los españoles denominaron "lengua general del Inca".
Vista la amplia difusión que esta había alcanzado antes de su
llegada y deseosos de poseer un instrumento linguistico adecuado
para la colonización de todos los pueblos del área, los
conquistadores europeos decidieron utilizar esta lengua como
instrumento de "evangelización". De este modo, difundieron el
quichua entre los demás pueblos del área andina, para facilitar
su acción dominadora y expoliadora.

Respecto de lo segundo, un ejemplo notable es lo que sucedió con
la religión, música y danzas indígenas, que desde el primer
momento se revelaron como elementos de resistencia espiritual -es
decir, cultural y anímica- de los pueblos indios frente a los
conquistadores. De ahí que estos, y en especial los religiosos,
mostraran un particular celo respecto a la eliminación de las
"idolatrías" y a la prohibición de fiestas donde se interpretasen
música y danzas autóctonas.

Más de dos siglos después, a fines del agitado siglo XVIII, las
circunstancias habían cambiado significativamente, como resultado
de los cambios en la propia estructura social y económica. Por
ejemplo, la sociedad colonial se había vuelto compleja y ahí
donde antes hubo solo conquistadores españoles e indios
conquistados, ahora existían nuevos grupos sociales, como los
criollos y los mestizos, con nuevos intereses y perspectivas
históricas. De otro lado, el reto a la dominación metropolitana
ya no venía únicamente de los pueblos indios, intermitentemente
sublevados, sino también de los criollos o "españoles
americanos", quienes, tras haber conquistado el poder económico
en sus respectivos países, aspiraban a conquistar para sí el
poder político.

Fue en ese momento que España decidió evaluar su posición en el
mundo. Y las conclusiones no pudieron ser más alarmantes. La
otrora "primera potencia de la cristiandad" había terminado por
ser una potencia militar de segundo orden. Carente de industria,
su papel en la economía mundial prácticamente se reducía a actuar
como revendona entre sus colonias americanas y la Europa
capitalista. Por otra parte, sus propias colonias habían logrado
un notable grado de "independencia económica": poseían numerosas
manufacturas, gastaban en sí mismas la mayor parte de los
ingresos fiscales y remitían a la metrópoli apenas un 20 por
ciento del expolio colonial.

Ante tal panorama, la España borbónica se inquietó gravemente y
buscó medios para recuperar un papel protagónico en la política y
la economía del mundo. En lo fundamental, decidió emprender un
acelerado proceso de industrialización, reconquistando
económicamente a sus colonias americanas y convirtiéndolas en
mercados cautivos, proveedores de materias primas y consumidores
de manufacturas.

Pero no bastaba la reconquista económica. A esa España
"Ilustrada" le era necesario completar la conquista original,
hispanizando totalmente la vida de sus colonias y borrando todos
los vestigios de cultura indígena, que antes fueran preservados
por causa de las necesidades de conquista.

Fue así que, como parte de las "reformas borbónicas", el rey
Carlos III dictó en 1769 una Real Cédula circular, disponiendo la
ejecución de la primera "campaña de alfabetización" de nuestra
historia.

Mandaba el Rey que todos sus gobernadores y corregidores en
América se preocupasen celosamente de establecer "escuelas de
idioma castellano en todos los pueblos de indios, para que
aprendan estos a leerle, escribirle, y hablarle, prohibiéndoles
usar de su lengua nativa: nombrando para ello Mestros en quienes
concurran las partes que se requieren para tan delicado
Ministerio, asignándoles de pronto el salario en lo que se paga
de la Real Hacienda por razón de Preceptoría de Pueblos, donde
estuviere corriente esta contribución, y lo que faltase sobre las
Caxas de las Comunidades, proponiendo a los Gefes superiores los
arbitrios que se consideren más oportunos para el sólido
establecimiento de las mencionadas escuelas".

Posteriormente fueron dictadas varias otras Reales Cédulas
circulares, con el mismo fin, siempre amenazando con "cargo de
residencia" -o sea, con acusación oficial y enjuiciamiento- a
las autoridades que incumplieran tales órdenes de la corona.

Una de ellas, del 10 de mayo de 1770, absolvió una consulta del
Arzobispo de México respecto a la provisión de curatos de pueblos
de indios, disponiendo que para ello "se atienda únicamente al
mayor mérito de los eclesiásticos, no obstante que ignoren (el
idioma de los indios), con la obligación de tener los vicarios
que fuesen necesarios, atendiendo a que el cura que es
castellano, y no sabe otro idioma, procura extender con esfuerzo
el suyo, precisa a los feligreses a que le hablen en él, y
promueve las escuelas en castellano; y al contrario el de
idioma".

Quedaba por resolver la cuestión del pago de los maestros. A
propuesta del Virrey de Nueva España, el Rey decidió que en
México se les pagara su dotación con cargo "a los dos reales
novenos de diezmos de cada pueblo", lo que significaba pagarles
con cargo a los ingresos de la corona. Para otros distritos
coloniales, dispuso que el pago se hiciese con cargo al producto
de los bienes de comunidad, es decir -­Oh ironías del
colonialismo!- que debían ser los propios indios, con su trabajo,
los que pagasen a los maestros encargados de borrar su lengua y
privarles del principal vehículo de su cultura.

Enterado el Corregidor de Guaranda de las mencionadas Reales
Ordenes, elevó una representación el 12 de abril de 1793,
solicitando al rey que en el distrito a su cargo se sacase la
dotación de los maestros de los ingresos reales producidos por
los diezmos, del mismo modo que en México, "en razón de la
pobreza de la provincia".

Tras los engorrosos trámites de rigor, la solicitud fue conocida
por el Consejo Real y el pobre Corregidor recibió una respuesta
que equivalía a una reprimenda en toda la regla: Primero, se le
aclaró que los dos novenos de diezmos eran la "única parte
reservada al Real Patrimonio de todos los diezmos eclesiásticos
de Indias" y que el argumento dado por él "no (era) suficiente
para que se (impusiese) esta gravamen a la Real Hacienda".
Luego, se le instruyó que solicitase a Real Audiencia de Quito
que, en cumplimiento de las Leyes de Indias, "señale a cada
pueblo, de acuerdo con el Presidente, las tierras de comunidad
donde los indios puedan hacer sus labranzas y los exidos donde
puedan tener sus ganados (a fin de que los indios) no se hagan
holgazanes, y se apliquen al trabajo, para su aprovechamiento y
buena policía". Y además, claro está, para que ellos mismos
pudiesen pagar a los maestros encargados de alfabetizarlos en
castellano, "por ser el medio más eficaz de desterrar los idiomas
indios".

Pero varios de esos idiomas mostraron ser más fuertes que todas
las campañas destinadas a eliminarlos. En el caso del idioma
quichua, dos siglos después no solo ha sobrevivido a sus enemigos
sino que ha crecido en influencia e importancia: quince millones
de gentes lo hablan hoy cotidianamente en Nuestra América, en
tanto que los linguistas buscan normatizarlo, los gobiernos lo
incluyen en sus sistemas de educación bi-cultural, las
editoriales lo utilizan para publicar libros y los poetas indios
lo recrean gozosamente. ­Aylli shuyaniy!
EXPLORED
en Ciudad N/D

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