Quito. 31 dic 2001. (Editorial) Para muchos de nosotros pasa
desapercibido uno de los fenómenos más sorprendentes de nuestro tiempo:
prácticamente tenemos una visión de conjunto y totalizante de la vida del
planeta. Sabemos casi al instante lo que está ocurriendo en cualquier
rincón de los cinco continentes. Tenemos una cosmovisión muy extensa, muy
actual, aunque a la vez muy parcializada.

Los noticieros emiten todo el día un cúmulo tal de informaciones que nos
hacen contemporáneos de todos los habitantes del mundo, reducido a una
aldea global. En efecto, vimos en directo y sufrimos el estremecimiento
del ataque terrorista a las Torres Gemelas; hemos seguido día tras día la
crisis Argentina, los saqueos de Buenos Aires, el abandono de la Casa
Rosada por el dimitido De la Rúa; conocemos la abrupta geografía de
Afganistán, sus cuevas secretas, mejor que ciertas zonas de nuestros
inmediatos macizos andinos.

La información nos viene servida a través de la selección de las tomas en
directo y es interpretada en las explicaciones que emiten los enviados
especiales. Poco importa que de momento nos surja una duda, una
interrogante, un disenso. Las grandes agencias de comunicación ejercitan
el arte de ser asertivas, de no hacernos dudar. Los juicios y opiniones
que emiten encuentran el refuerzo del punto de vista de una persona que
es autoridad en la materia. Lo nuestro es asimilar la información,
agradecer la clarificación que se nos proporciona...

Nunca como ahora pudimos ver de cerca y conocer de algún modo a tantas
personalidades de primer rango a las que nos aproximan las entrevistas,
los mensajes retransmitidos, las ceremonias en que participan. En la
comunicación es una verdad indiscutible: si no sales en la TV no existes.

Si nunca te citan personalmente o a tu grupo, comunidad, nación,
equipo... en los periódicos o en alguna de las innumerables emisoras de
radio o TV, tu existencia resulta anodina, sin relieve.

De tal forma se nos impone la indigerible masa de información, que al
tener un contacto con una persona de quien no teníamos idea de que
existiese, inmediatamente surge una imagen-juicio mental: tal vez sea un
sospechoso guerrillero, un posible narco, un fanático religioso, un
defensor de la ley y el orden, un honorable o devaluado legislador de tal
partido, en fin, una persona que debe ser tratada con toda consideración
o de la que se debe sospechar.

El tema me parece de una importancia tal que debiéramos tener cursos de
formación para conocer la inmensa industria de la comunicación y
descubrir a sus orientadores y aquellos que van marcando el rumbo de
nuestros pensamientos y sentires personales y colectivos.

Los grandes imperios de la comunicación no son tan objetivos e
independientes como pudiéramos creerlo. Tienen sus dueños, sirven a
grandes intereses económicos y políticos, están respaldados o movidos por
los gobiernos más poderosos del planeta.

Nunca un conjunto de instrumentos de comunicación habían recibido una
aprobación tan masiva, al punto de convertirnos en unos adictos de la
última noticia. Lástima que los críticos digan que lo que se transmite y
justifica es el sistema, a través de una cultura de la violencia,
presentada como algo común, cotidiano, planetario, en un mundo de grandes
desigualdades.

¿Por qué no se emplea como un elemento educativo y crítico, haciendo
noticiosos los elementos cotidianos, llenos de valores, que viven las
inmensas multitudes? ¿Por qué no se hace de este poderoso instrumento el
fundamento de una cultura de la paz, del buen vivir, de los Derechos
Humanos, de la solidaridad y de la justicia? Esta es la cuestión.

Email: [email protected] (Diario HOY)
EXPLORED
en Autor: Federico María Sanfelíu - Ciudad Quito

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