¿POR QUE EXTRAÑARSE?

Quito. 02.03.93. La intelectualidad del país y con ella muchas
personas que aún creen en el respeto a las ideas ajenas, se han
sentido agredidas con la decisión de la Casa de la Cultura
Ecuatoriana de suspender la presentación de La última tentación,
la película de Martín Scorsese basada en el libro homónimo del
escritor griego Nikos Katzanzakis. Y quizá lo que más les ha
dolido, sobre todo a intelectuales e intelectualoides -como decía
una amiga irónica e inteligente-, es que haya sido la Casa de la
Cultura, supuestamente el reducto de las ideas, de la creatividad
y de la libertad de expresión, la que haya cedido a las presiones
de la jerarquía eclesiástica y al temor a los niños bien de
Tradición Familia y Propiedad quienes, como tienen mucho qué
cuidar y conservar, mantienen un miedo cerval a las nuevas ideas
y a la libertad de las mayorías, que tienen mucho qué ganar y
conquistar.

La verdad, no se entiende mucho la perplejidad de los supuestos
agredidos, entre quienes me cuento aunque no esté perplejo.
Porque si algo hay en este asunto perfectamente entendible,
esperable y lógico, es que sea la iglesia quien se arrogue el
derecho de decidir por todo el mundo, qué se puede ver, leer o
aprender. Lo han hecho así por siempre, después de la muerte de
Jesús, quien sí sabía de la tolerancia y del respeto al derecho
ajeno que todos sus seguidores, desde la cúpula vaticana para
abajo, aprendieron a olvidar apenas el mártir expiró en la cruz.
Basta leer la historia en algunos de sus más sórdidos capítulos
como la Inquisición, la matanza de los hugonotes en la noche de
San Bartolomé, las Cruzadas y otros saludables ejemplos, y, más
recientemente, conocer su posición oficial frente a la eutanasia,
el aborto, la planificación familiar y la profilaxis del
preservativo contra el sida, para comprender que la misión
principal de la máxima institución universal -junto con la
militar- es la de permanecer vigente y eterna aunque para ello
tenga que reprimir el pensamiento -acordarse de Galileo, una
víctima de la censura un tanto más conocida que Scorsese o
Katzanzakis- y asegurar adeptos por la fuerza, como ocurre con el
bautismo, especie de afiliación forzosa que se impone a los
infantes cuando aún no tienen, como la misma iglesia le pregona
paradójicamente, "uso de razón". Lo cual contradice de manera
flagrante el ejemplo de Cristo, quien se hizo bautizar cuando ya
tenía treinta años y, al contrario de un bebé de quince días,
sabía lo que hacía.

Igualmente comprensible es que la Casa, en las manos
administrativas de un antiguo admirador del muro de Berlín, haya
coincidido con la iglesia en la necesidad de censurar la película
por irreverente, es decir, por presentarnos un Cristo humanizado
en lugar del convencional y oficializado a que nos acostumbraron
a lo largo de casi dos mil años. No en vano durante setenta años
se la pasaron los acólitos del socialismo, reprimiendo las ideas
ajenas cuando no convenían a los postulados de la burocracia
stalinista y enviando a Siberia o al paredón a quienes tenían el
valor de disentir. O declarándolos locos y confinándolos en algún
manicomio estatal, o espías y reaccionarios y emparedándolos
entre los muros de Lubianka. Lo cual no se aleja mucho de las
sutiles maneras que tiene el capitalismo de refundir entre la
palabrería pseudodemocrática y la represión soterrada disfrazada
de "orden institucional", a quienes todavía creen que el "laiser
faire, laiser paiser" no es la panacea universal contra la
injusticia y la desigualdad social.

Como puede verse con cierta claridad, nada hay más cercano que
los opuestos, cosa ya estudiada sobradamente por distintos
filósofos a lo largo de la historia. No es de extrañarse, pues,
del maridaje entre el poder establecido representado por los
dueños de la moral y de las buenas costumbres, y las añoranzas de
los sobrevivientes de la dictadura del proletariado, eufemismo
que durante siete décadas logró el señalado éxito de producir no
uno ni dos Scorseses sino algunas docenas de ellos.

El cuestionamiento a la película es, entonces, moral, cosa en la
cual agresores y cómplices de la agresión intelectual coinciden
por conveniencias diferentes pero iguales. Y cosa esa -la moral-
que ya sería tiempo de dejar en manos del individuo, así como se
pregona la necesidad de dejar en manos del individuo la decisión
de elegir entre ser capitalista o trabajador, pues eso es en suma
lo que aducen los pontífices de la libertad de mercado, con el
aplauso de la iglesia oficial: que es el individuo y no la
sociedad en su conjunto representada por el Estado como ente
regulador de la voracidad individual, quien decide sobre los
niveles de riqueza y de pobreza a que puede acceder.

Nadie, que se sepa, se ha acercado a la película con ánimo
intelectualmente crítico, es decir, con respeto hacia la obra de
arte, sea buena, regular o mala. Han salido en su tímida defensa
dos o tres comentaristas que han aprovechado para exhibir
superficialmente su cultura cinematográfica, pero nadie, repito,
ha cuestionado con argumentos válidos la calidad del filme en sus
partes técnica, argumentativa, fílmica o actoral. Han abundado,
eso sí, quienes han visto en ella un atentado contra la fe y las
creencias de las personas. Con lo cual incurren en la falacia de
confundir el genérico personas con el limitado número de
católicos fanáticos que verían de buen grado, no solamente que se
prohiban películas y libros, sino que aplaudirían de pie si, como
en el obnubilado Irán de los herederos del fundamentalismo
islámico, se condenara a muerte a sus respectivos autores.

Las viejas aguas de la intolerancia y el fanatismo típicos de
todas las religiones, nos traen cada tanto los nuevos lodos de la
represión y el irrespeto. Pero esto no es nuevo ni aislado. Al
contrario, viene de antiguo y saca sus garras cada vez que la
ocasión es propicia, es decir, cuando alguien se atreve a pensar
con libertad en lugar de acatar con sumisión. Entonces, ¿por qué
asustarse? Más valdría que la iniciativa privada, que ahora anda
tan a la moda, se decidiera a promover un pequeño teatro en donde
se pueda ver La última tentación sin temor a que nos corten las
secuencias más "escandalosas" o a que nos lapiden los
fundamentalistas, y se pueda disfrutar, de vez en cuando, de
algunos "pecaminosos" videos de Madonna. Aunque nos expulsen a
ultranza de una institución de la cual algunos -bastantes-,
decidimos salirnos hace mucho tiempo en uso legítimo de ese
inalienable derecho del ser humano, que siempre ha causado tanta
incomodidad a los amos como temor a los siervos: el libre
albedrío.

A propósito de una censura: ¿Por qué extrañarse?
EXPLORED
en Autor: Omar Ospina - [email protected] Ciudad N/D

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